martes, 20 de septiembre de 2022

El que quiso bailar y nunca pudo

 


Dicen que el paso del tiempo otorga a algunas personas un caudal de sabiduría tan notable que actúa a su alrededor como halo y que impregna cuanto hablan o hacen. Ignoro si será verdad, pero leyendo la última producción literaria de José Ángel Castillo (titulada El que quiso bailar y nunca pudo y editada por el sello La Fea Burguesía) tiendo a pensar que, al menos en su caso, esta evidencia resulta incontestable. Página tras página se puede detectar, aromando sus versos, la majestad reposada de una persona que ha alcanzado la plenitud vital e intelectual y que extrae de su experiencia un ritmo íntimo que luego se traslada a sus más que hermosos endecasílabos. Da igual que nos hable de la juventud perdida, de lo poco galano que se ve con sombrero, de los amigos a quienes inevitablemente la muerte elimina de su agenda telefónica, de la envidia que siente por la libertad alígera de los gorriones, de nuestra irreversible condición de ceros a la izquierda, de la rutina y sus tristes imposiciones, de los proyectos que jamás alcanzamos a cumplir o del estupor decepcionado que le produce la actitud iconoclasta e inmadura de los ni-nis. Sereno, pero incapaz de guardar silencio ante las señales amargas del mundo que lo rodea, el escritor esmalta en la página 114 un verso que bien podría servir como resumen de este trabajo: “Solo y desnudo, escribes tus tormentas”.

Porque El que quiso bailar y nunca pudo me ha dejado esa sensación en la mente y en los ojos: la de ser el testimonio de una persona que, llegada a la etapa final del camino, gira la cabeza y observa el presente y el pasado con lucidez, con melancolía, con un punto de amargura lógica. Quizá todos seamos vikingos grises y terminemos recibiendo esos dolores que llegan solos, sin ser convocados. Quizá todos atravesemos el mundo sin más compañía auténtica que nuestra propia sombra. Quizá, en fin, descubramos todos al final que hemos malbaratado buena parte de las horas del camino. Pero leerlo en los versos de José Ángel Castillo nos sirve, al menos, para descubrir que la belleza también puede ser un objetivo y una redención.

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