Rosita,
con sus floridos y cantarines dieciséis años, está deseando casarse con el
pobretón Cocoliche, pero su padre tiene otros planes, mucho menos luminosos,
para salir de la ruina: concederle su mano al gordo y rico don Cristóbal, que
entrega cien duros por la virginidad de la muchacha. Al ser informado de la
noticia, Cocoliche se queda deshecho; y del mismo modo se queda Currito el del
Puerto, que se fijó en ella cinco años antes y que ahora está decidido a verla
antes de que se celebre la boda. La muchacha, descompuesta, suspira: “Voy al
suplicio como fue Marianita Pineda. Ella tuvo una gargantilla de hierro en sus
bodas con la muerte, y yo tendré un collar… un collar de don Cristobita”
(Cuadro sexto).
Con
esa disposición de personajes y con ese cuadro de emociones, el granadino
Federico García Lorca, siempre habilidoso, construye un divertido y lírico
juguete con títeres de cachiporra en el que amor, celos, venganza, situaciones
ambiguas, persecuciones, peleas, infamias y muerte se combinan a la perfección.
Y la clave para entender (y disfrutar) la pieza la encontramos en la tercera línea de la Advertencia inicial: “El Mosquito es un personaje misterioso, mitad duende, mitad martinico, mitad insecto”. Y con esas doce palabras García Lorca nos deja muy clara su postura creativa. Fijaos (nos dice): acabo de crear un protagonista que tiene tres mitades. O lo que viene a ser lo mismo: entregaos al juego. Sed niños conmigo. Dejad que la fantasía os zarandee. Esconded la lógica en un baúl y preparaos para disfrutar: reíd con los porrazos que don Cristóbal le sacude en las costillas al tabernero Espantanublos; compungíos con las lágrimas desengañadas de Cocoliche; sonreíd con los grititos histéricos de Rosita; temblad junto al osado Currito, cuando debe esconderse a toda prisa en un armario; notad el corazón acelerado al final de la obra… En suma, sentid las risas, los miedos, los aplausos, los temblores, los vítores y los bailes. Si no os hacéis niños, no entraréis en el reino de los títeres.
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