viernes, 16 de septiembre de 2022

Los pilares de la sociedad

 


¿Quiénes son los auténticos pilares de la sociedad? ¿Los ricos y poderosos, que dominan el dinero, las propiedades y los medios de producción? ¿Los religiosos, que controlan los cauces morales que en teoría mantienen vertebrada y firme esa sociedad? ¿Los trabajadores, que con su aportación multitudinaria y humilde crean las bases de la riqueza? En este drama en cuatro actos que Henrik Ibsen escribió en 1877 se plantean, de fondo, esos interrogantes. De un lado, tenemos al cónsul Bernick (prohombre que goza del respeto unánime de la población costera noruega donde vive y que controla, entre otros negocios, el astillero) y a sus aliados el mayorista Rummel, el comerciante Vigeland y el comerciante Sandstad: entre los cuatro han orquestado la llegada al pueblo del ferrocarril… pero siguiendo una ruta que no fue la inicialmente fijada por los expertos, puesto que prefieren que pase por los terrenos que ha comprado Bernick, maniobra que los volverá a todos millonarios. Del otro lado, tenemos a Johan, el cuñado de Bernick, que tuvo que exiliarse a los Estados Unidos acusado de un delito que no había cometido, pero cuya ignominia asumió con gallardía para liberar al auténtico culpable, que no fue otro que Bernick. Como es natural, cuando Johan vuelve al cabo de quince años al pueblecito noruego y amenaza con contar todo lo que ocurrió (desea que su nombre quede limpio de sospechas, para casarse con Dina), la tensión llega a un grado casi insoportable.

En este drama denso, complejo, lleno de meandros psicológicos y de críticas de índole social, política y moral, observamos cómo el capataz Aune se adelanta a la modernidad, criticando el empleo de máquinas en detrimento del ser humano (“No soporto ver cómo se queda en la calle un buen trabajador tras otro; esas máquinas los están dejando sin modo de ganarse el pan”, acto II); observamos también cómo el cinismo económico no se detiene ante nada (“Lo individual tendrá que sacrificarse por lo colectivo […]. Así es como funciona el mundo”, acto II); y, sobre todo, observamos la forma en que Ibsen reivindica el papel de las mujeres, que no deben ser tratadas como ciudadanos de segunda. Así, ante las frases reaccionarias de alguno de los protagonistas (“En nuestro pequeño círculo, donde gracias a Dios no ha conseguido colarse la depravación, al menos por ahora, las mujeres se conforman con tener una posición decente, aunque sea humilde”, acto II), surge la firmeza de Dina, quien declara abiertamente que odia ese mundo hipócrita y esas ideas anticuadas (“¡Qué miedo me da tanta decencia!”, acto IV) y que prefiere realizarse por sí misma, sin apoyarse en ningún varón, para poder convertirse en un ser libre y soberano (“No quiero ser una cosa que se toma”, acto IV).

Embriagado con esta actitud y aplaudiéndola con entusiasmo, el lector no tiene problemas en aceptar la innegable (y algo melosa) moralina del final como parte del drama.

Magnífica obra teatral, sin duda.

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