¿Quiénes
son los auténticos pilares de la sociedad? ¿Los ricos y poderosos, que dominan
el dinero, las propiedades y los medios de producción? ¿Los religiosos, que
controlan los cauces morales que en teoría mantienen vertebrada y firme esa sociedad?
¿Los trabajadores, que con su aportación multitudinaria y humilde crean las
bases de la riqueza? En este drama en cuatro actos que Henrik Ibsen escribió en
1877 se plantean, de fondo, esos interrogantes. De un lado, tenemos al cónsul
Bernick (prohombre que goza del respeto unánime de la población costera noruega
donde vive y que controla, entre otros negocios, el astillero) y a sus aliados
el mayorista Rummel, el comerciante Vigeland y el comerciante Sandstad: entre
los cuatro han orquestado la llegada al pueblo del ferrocarril… pero siguiendo
una ruta que no fue la inicialmente fijada por los expertos, puesto que
prefieren que pase por los terrenos que ha comprado Bernick, maniobra que los
volverá a todos millonarios. Del otro lado, tenemos a Johan, el cuñado de
Bernick, que tuvo que exiliarse a los Estados Unidos acusado de un delito que
no había cometido, pero cuya ignominia asumió con gallardía para liberar al
auténtico culpable, que no fue otro que Bernick. Como es natural, cuando Johan
vuelve al cabo de quince años al pueblecito noruego y amenaza con contar todo
lo que ocurrió (desea que su nombre quede limpio de sospechas, para casarse con
Dina), la tensión llega a un grado casi insoportable.
En
este drama denso, complejo, lleno de meandros psicológicos y de críticas de
índole social, política y moral, observamos cómo el capataz Aune se adelanta a
la modernidad, criticando el empleo de máquinas en detrimento del ser humano
(“No soporto ver cómo se queda en la calle un buen trabajador tras otro; esas
máquinas los están dejando sin modo de ganarse el pan”, acto II); observamos
también cómo el cinismo económico no se detiene ante nada (“Lo individual
tendrá que sacrificarse por lo colectivo […]. Así es como funciona el mundo”,
acto II); y, sobre todo, observamos la forma en que Ibsen reivindica el papel
de las mujeres, que no deben ser tratadas como ciudadanos de segunda. Así, ante
las frases reaccionarias de alguno de los protagonistas (“En nuestro pequeño
círculo, donde gracias a Dios no ha conseguido colarse la depravación, al menos
por ahora, las mujeres se conforman con tener una posición decente, aunque sea
humilde”, acto II), surge la firmeza de Dina, quien declara abiertamente que
odia ese mundo hipócrita y esas ideas anticuadas (“¡Qué miedo me da tanta
decencia!”, acto IV) y que prefiere realizarse por sí misma, sin apoyarse en
ningún varón, para poder convertirse en un ser libre y soberano (“No quiero ser
una cosa que se toma”, acto IV).
Embriagado
con esta actitud y aplaudiéndola con entusiasmo, el lector no tiene problemas
en aceptar la innegable (y algo melosa) moralina del final como parte del
drama.
Magnífica obra teatral, sin duda.
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