lunes, 5 de diciembre de 2022

Las voces bajas

 


A veces, uno se queda en silencio. Pensativo. Quizá melancólico. Nada lo distrae. El exterior se vuelve cómplice. Y, en esos instantes, da en rememorar episodios de su ayer, de su infancia, de su pubertad, de su juventud. Imaginemos que, tras unos minutos de recuerdo, de ojos abiertos hacia atrás, la persona se coloca ante un teclado y comienza a convertir esas imágenes borrosas (pero indelebles), esas imágenes en blanco y negro (pero alborotadas con todos los colores del mundo), en un escrito. No es una novela. No son tampoco unas memorias. No es un libro de Historia. Es un mosaico, una vidriera, un delicado álbum de sellos: el museo de uno mismo. Ahora imaginemos que ese “uno mismo” se llama Manuel Rivas, y que su prosa de oleajes, acantilados y amaneceres nos va hablando de su padre (que siendo albañil padecía de vértigo), de su madre (lechera y lectora voraz), de su padrino (vendedor de especias y viajante a lo Arthur Miller), del parvulario al que asistió (y de la maleta donde lo hacían sentarse), de su abuelo (que se salvó de ser fusilado tras el golpe del 36 por la intervención de un cura que lo conocía), del perro Cotobelo (entrañable miembro de la familia), del saxofón que amenizó tantas tardes, de vivir en una colina donde daba la vuelta el aire, de la explosión de gozo que suponía la llegada festiva de los saltimbanquis, del campo de fútbol que había cerca de su casa (“Era un campo tan modesto, tan pedregoso, que ni siquiera había un árbol para amenazar al árbitro con la horca”), de la consigna familiar que le pedía a Manuel que se buscase en el futuro un trabajo donde no se mojara, de su apodo infantil (“Cabezón”), de sus inicios como meritorio en El Ideal Gallego, de sus luchas juveniles contra la cerrilidad del franquismo, de la muerte de su hermana María.

Todo el libro está impregnado de un aroma y una belleza que te impiden dejar sus páginas, porque Rivas es tan prodigiosamente brillante que convierte en fuente de luz incluso los temas más ásperos (la emigración, la pobreza, aquella bofetada en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol). “Lo normal (nos dice en una de sus páginas) no es ser ‘normal’. Lo normal es ser diferente”. Manuel Rivas, desde luego, lo es.

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