Decido
volver a caminar por los paisajes que Dionisia García me dio a conocer, hace
treinta años, en su volumen Antífonas. En aquel paseo, lo recuerdo bien,
descubrí innumerables flores que ahora, sin haber perdido ni un solo pétalo y
sin haber visto ajado su color o su aroma, vuelven a ofrecerse ante mis ojos.
Permítanme que recoja algunas, mientras camino… Descubro primero a un hombre
que se encuentra en un banco, abatido por una fatiga polvorienta, y la autora
nos habla de su “bostezo quebrado”. En una fuente cercana, el agua nos muestra
su “tacto indócil”, mientras que la tarde, al declinar, es un ejemplo de cómo
“hierve la hermosura”. No tardará en acudir la lluvia. O, dicho con las
palabras de Dionisia, “el río vertical hizo presencia”. En lo alto, cruzando el
cielo con majestad y ojos implacables, los halcones son “espaciales geómetras”,
en tanto que el relente se manifiesta con sus “garfios fríos”. Y la noria,
humilde y altiva, mueve de continuo “su garganta acuática”.
Poeta
siempre, poeta ante todo, Dionisia García destila con el alambique de su mirada
la realidad exterior, transmutándola y convirtiéndola en el oro de sus versos,
que no alcanzan su plenitud solamente cuando hablan de parterres o de viejas
ciudades, de arpas o de cajones antiguos, de las murallas de Jericó o de
mariposas, sino que extienden su manto lírico hasta la figura de Charlot, el
pan recién hecho, un circo, una soga basta e incluso el mundo de la guerra,
donde nos logra estremecer hablando de aquellos caídos que “no sabrán quién
perforó su piel inútilmente, / quién quiso que cedieran el cuerpo, cedro joven,
/ al olvido del tiempo”.
He sido muy feliz reencontrándome, una vez más, con estos poemas antiguos de la gran Dionisia García.
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