Hay
una parte adolescente en mi espíritu de lector que todavía no ha muerto (y que
espero que no lo haga nunca): la fascinación por los misterios. O por aquellos
acontecimientos que, presentados de forma sagaz (o marrullera: no lo
discutiré), se aureolan con el nimbo del misterio. Me refiero a las
interpretaciones esotéricas sobre el mundo de las pirámides, a la búsqueda del
Santo Grial, a las escrituras antiguas que aún no han sido descifradas, a los
ooparts, a las vírgenes negras, al Arca de la Alianza o a la misteriosa
geometría de las catedrales cristianas. ¿Creo que tras estos relatos se esconde
una Verdad escondida o perdida? Ni lo sé ni me preocupa. Soy poco dado a
perderme en trascendencias y muy poco proclive a veleidades místicas. Pero me
gusta mucho aproximarme a esas narraciones y a esas imágenes, porque no tengo
problema en reconocer que disfruto como un crío con ellas: me distraen, me
sorprenden, me embelesan, me (vuelvo a utilizar la palabra del comienzo) fascinan.
En
esta novela (o “construcción legendaria”, como el mismo autor la bautiza con
tino), que lleva por título Las puertas templarias, he disfrutado con
bastantes de los ingredientes apuntados arriba: combates de ángeles contra
demonios, fuentes de energía que permanecen ocultas, organizaciones de poder
casi ilimitado (que permanecen en la sombra), custodios de secretos milenarios…
Javier Sierra, que conoce perfectamente ese mundo de anomalías y que sabe
vertebrarlas entre sí para provocar la curiosidad de los lectores, ha logrado
mantener mi interés desde el principio hasta el final. ¿Que se trata de un
puzle de piezas ensambladas con alfileres? Es posible. ¿Que la mezcla de
culturas y tiempos podría ser desmontada por los especialistas o interpretada
de una manera menos fantástica por algunos científicos? No me cabe la menor
duda. Pero, insisto, yo me he entretenido con los saltos temporales, con las
aventuras de sus protagonistas y he aceptado que, aunque lo verosímil no tiene
por qué coincidir con la realidad, el autor ha sido convincente a la hora de
organizar su espectáculo narrativo.
Dicho lo cual, mi aplauso.
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