El
silencio es un magnífico territorio sobre el que construir el vademécum del
recuerdo. La edad también lo es. Y con ambos ingredientes unidos descubro el
poemario Vida salvaje, que ahora publica Hiperión y por el que Juan
Ramón Santos recibió hace pocos meses el premio Valencia, de la institución
Alfonso el Magnánimo. En sus páginas, llenas de una música endecasílaba de
brillante trazado, el narrador y poeta plasentino nos presenta instantáneas y
reflexiones sobre el mundo de la infancia (el olor matinal del pan recién
hecho; las obras continuas que se ejecutaban en su casa; los árboles que lo
circundaban; las crueldades pueriles que se ejecutaban sobre saltamontes, ranas
o gatos; o las lecturas primigenias, llenas de furor, deslumbramiento y arrebato
(los tres sustantivos son suyos). A continuación, el poeta establece una pausa
estacional, donde los haikus, hermosísimos, se convierten en los protagonistas.
Y, tras ese remanso, llega la parte final (“Aprendizaje”), donde el gran tema,
que palpita en todas las composiciones y que nos estremece y conmociona verso
tras verso, es la muerte. El gran misterio de la muerte. El cruel hachazo de la
muerte. El fogonazo de luz negra que clausura las sonrisas, y que nos espera a
todos con inagotable paciencia. A ese delta llegaremos de forma unánime, y por
eso constituye uno de los grandes temas de la literatura (junto al amor o el
paso del tiempo, si no son ambos, en realidad, pliegues, negaciones o matices
de la Vieja Dama).
Alejado de declamaciones patéticas y de histrionismos efectistas, pero con un ritmo y un léxico altamente eficaces, Juan Ramón Santos esmalta un tomo de conmovedora belleza triste, que aconsejo leer de noche, en voz alta, rodeado por el más absoluto de los silencios, para apreciar con más nitidez su carga emocional y su brillantez estilística.
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