El
anciano padre está muriendo en su cama, consciente de que sus horas finales se
aproximan; y, mientras agoniza, pronuncia en voz alta, una tras otra,
sentencias que parecen de Unamuno. Su hija Marta y su yerno José, que se
encuentran a su lado, lo confortan con frases de resignación con aroma
unamuniano. Su hija María, que era ciega y ha recuperado la vista, se presenta
ante él con una venda sobre los ojos, porque quiere seguir viéndolo con los
ojos del alma (y se lo explica con largos parlamentos unamunianos). Pero es
que, en las primeras dos o tres páginas del drama, don Pedro y don Juan
(quienes simplemente pasaban por ahí y se los usa forzadamente) conversan en la
calle sobre el sentido de la vida y la fe, mediante una esgrima de paradojas
que tienen, todas, un sesgo… unamuniano.
En
resumen, una castaña infumable en la que don Miguel, haciendo equilibrios en el
alambre entre lo retórico, lo filosófico, lo espiritual y lo ñoño, esclafa una
obrita de teatro cuyo gran mérito, ese sí indiscutible y absoluto, es la
brevedad.
Lástima de hora desperdiciada.
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