Durante
una semana, voy recorriendo las páginas de Los Caballeros del punto fijo,
el quinto volumen del “Salón de pasos perdidos” de Andrés Trapiello. Y otra vez
se repite la deliciosa sensación de escucharlo, que ya creo haber
consignado en tomos anteriores del autor leonés. En el fondo, apenas me importa
sobre qué asunto se centre, porque cuando una persona inteligente habla me
produce un elevado interés escucharlo, sea sobre sus paseos por el Rastro,
sobre el indignante diario de Jaime Gil de Biedma, sobre un breve diálogo entre
Gómez de la Serna y el dictador Francisco Franco, sobre una Semana Santa en el
Puerto de Santa María, sobre Gorbachov o sobre don Quijote de la Mancha. Es un
tomo que debe ser leído con un lápiz en la mano (en mi caso, un rotulador rojo
de punta fina), para subrayar frases, dibujar asteriscos en los márgenes o
englobar con aplauso un adjetivo o un adverbio oportunísimos.
Caminando
junto a Trapiello lo escuchamos troquelar sentencias cuyo optimismo queda
moderado en su rizo final (“El tiempo trabaja para la verdad. Si quiere”);
afirmaciones que oscilan entre el pudor y el humorismo (“Lo de decirle a
alguien que uno escribe es algo que por decencia no se le puede confesar ni a
la familia de uno”); observaciones impregnadas de una lánguida lucidez (“La
vida es estar preparado para lo que jamás sucede”); líneas que resumen en pocas
palabras el más largo y complicado de los viajes (“La infancia es el lugar más
lejano a donde uno podría ir”); aparentes boutades cuyo espíritu tiendo a
compartir (“Que baile la juventud, se comprende. En un hombre de más de treinta
años resulta patético”); humoradas gobernadas por la desacralización (“Lo que
hizo Freud con los sueños fue un cinefórum”); frases que convendría grabar en
mármol para su constante recuerdo (“Líbrenos Dios de los tontos solemnes”); códigos
que deben ser tenidos en cuenta, por su sensatez y justicia (“En literatura, y
es de suponer que en todo lo demás, los jóvenes tienen que buscar al viejo. No
al revés. Al revés siempre es una forma de pederastia”); o, en fin, admirables
observaciones sobre los vínculos sagrados que deberían establecerse entre el
lector y la obra de la que acaba de emerger, tras unas horas o unos días de
convivencia íntima (“Sería bonito pensar que un libro es una ciudad vacía, en
la que el lector deja, al leerlo, el eco de sus pisadas nocturnas”).
Me cuesta mucho trabajo pensar que alguna vez pueda cansarme de leer a Andrés Trapiello.
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