miércoles, 19 de octubre de 2022

Museo de cera



No hacía muchos meses que acababa de desembarcar en la universidad de Murcia para estudiar Filología y, escrupuloso y lleno de avaricia, dedicaba el ochenta por ciento del tiempo a leer. Me interesaban los clásicos y los modernos, los locales y los foráneos, los prosistas y los poetas, los hombres y las mujeres. Una vez alcanzado el sueño de ingresar en la carrera que me permitiría ser profesor de literatura, tenía la ambición de leerlo todo, de empaparme de novelas, de llenar mis ojos con poemas, de tapizar mi corazón con cuentos. Y en 1986 llegué hasta una obra de la que había escuchado maravillas, y que había sido escrita por un tal José María Álvarez. Era mastodóntica y extraña. Era sorprendente y proteica. Yo nunca había leído nada que se pareciese, ni siquiera de forma lejana, a aquello. Llené el tomo (lo recuerdo bien, porque lo conservo) de subrayados, signos de exclamación, signos de interrogación y flechitas. Me embriagó.

Luego, cuando conocí la imagen borgiana del Aleph, volví a pensar en este tomo y comprendí que un volumen que contuviese todos los vinos del sur, todos los paisajes del mundo, todos los idiomas, toda la belleza femenina, toda la música de Mozart, todo el fulgor sherezádico, todas las cargas de caballería, todos los paraísos perdidos y todos los puertos de mar, podía ser considerado también un Aleph literario. Y, desde luego, Museo de cera era el más perfecto que yo conocía por entonces.

Un año más tarde (quizá dos, no sabría precisarlo), un amigo también aficionado a la lectura, me dijo que encontraba en esa obra un exceso de pedantería, por las citas continuas que, en varios idiomas, salpican el texto. Yo discrepé con aquel análisis y le comenté mi impresión: que las citas me parecían un reflejo de todo lo que Álvarez había encontrado en su navegación por el mundo de la cultura, mientras que sus propios versos eran lo que había buscado (o creado). Y que la conexión entre ambos territorios (hilos de oro o de niebla) bien podría ser su vida, o su espíritu, o la luz (primera y última) que lo justificaría para la posteridad.

Treinta y seis años después, dedico las noches de dos semanas a releer los poemas prodigiosos de Museo de cera y vuelvo a encontrarme con el éxtasis juvenil de entonces. Degusto con infinito deleite, una vez más, el universo de José María Álvarez, su dedicación extasiada y plena al arte, el alcohol, la belleza y el mundo, convertidos en versos asombrosos, versátiles, mudables y llenos de plenitud. Ningún óxido ha atacado sus páginas, ninguna humedad las ha rebajado o herido, ninguna sombra las enturbia. Durante esas dos semanas he visitado lupanares, he contemplado ocasos, he bebido vino, he escuchado el color del mar, he olido la fragancia tenue de los imperios desaparecidos, he afrontado espejos, he sentido a mi alrededor la majestad de las viejas alamedas y, cuando he sentido la vanidosa tentación de juzgar que estaba entendiendo al poeta, la sospecha de que quizá aún no del todo me ha obligado a un compromiso: releer la obra dentro de diez años.

Añadiré una curiosidad: al pasar una de las páginas del libro, he advertido que era un poco más gruesa que las demás… y entonces he comprobado que se trataba de dos hojas pegadas. Eso significa que he tenido acceso a dos páginas nuevas, que en 1986 ignoré involuntariamente. O quizá es que Museo de cera (otra vez Borges me auxilia) sea siempre una hoja que infinitamente se abre en dos más, y que por tanto su lectura y su belleza son inabarcables. Ojalá.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Lo tengo en mi biblioteca desde hace ocho años -lo sé por la ficha-, regalo en su día del amigo común D. Diego. No lo he leído, pero, ya es hora. Me ha encantado la reseña.

mariano sanz navarro dijo...

Querido amigo, todas tus reseñas son buenas pero esta la bordas. Un abrazo y feliz año 23.