Todos
los seres humanos recordamos, de un modo casi continuo, a quienes murieron;
llevamos dentro opiniones viejas o heredadas, que no han sido creadas por
nosotros; repetimos actuaciones que ya fueron ejecutadas por otros, en
distintos momentos de la Historia; nos dejamos influenciar por noticias que,
apareciendo en los periódicos, hace mucho que están caducadas o se repiten de
forma tediosa bajo distintos ropajes. Somos, en fin, espectros, porque estamos
influidos por espectros, habitados por espectros, dominados por espectros. Eso
es lo que siente la viuda del capitán Alving, y así se lo explica con amargura
al reverendo Manders en el segundo acto de este drama. Durante años, ha tenido
que fingir que el suyo fue un matrimonio feliz, con un marido respetuoso y
fiel; pero la realidad es que su relación fue ingrata, y que él llegó incluso a
tener una hija (Regine) con una sirvienta. La muchacha trabaja ahora como
doncella para la viuda (es su modo de cuidarla, protegerla y ampararla)… pero
pronto deberá enfrentarse a otra serie de problemas, entre los cuales no ocupa
pequeño lugar el devaneo que su hijo pródigo Osvald mantiene con Regine,
ignorando el estrecho parentesco que los une.
Henrik Ibsen nos entrega en este drama una profunda reflexión sobre las ridículas convenciones sociales; sobre la hipocresía que nos viene impuesta por el entorno; y, también, sobre la eutanasia: cuando Osvald le confiesa a su madre que padece una enfermedad cerebral incurable exige de ella que, llegado el momento, lo libere de la vida. Se niega a convertirse en un vegetal o una carga. Lo crudo es que coloque esa tarea, inconsciente o sádicamente, en las manos de la mujer que lo trajo al mundo, quien se siente desgarrada cuando llega el momento decisivo.
Al acabar la pieza, como siempre ocurre con el autor noruego, notas el estómago encogido y el cerebro en estado de ebullición: es un logro que sólo alcanzan los mejores dramaturgos.
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