martes, 18 de octubre de 2022

Casandra

 


Un nutrido cónclave de parientes pedigüeños rodea a la riquísima doña Juana, a la espera de obtener los caudales que necesitan para sus diferentes proyectos: Alfonso quiere comprar maquinaria agrícola moderna, con la que cultivar sus tierras (ante la sorna de doña Juana, que juzga el campo castellano tierra poco propicia para la obtención de cosechas); Zenón desea un caudal suficiente para ponerlo en el banco y recibir suculentos intereses; y Rogelio (que es el hijo adulterino que tuvo el fallecido esposo de doña Juana) desea la parte que le corresponde para vivir con libertad al lado de Casandra… Ese revoloteo de ambiciones parece no perturbar a la anciana, que sostiene con firmeza el control de sus propiedades y no se deja engatusar por hipocresías, ni influir por presiones, ni doblegar por chantajes. Pero, poco a poco, el lector va comprendiendo que la mezquindad anida del lado de doña Juana, porque las peticiones que le hacen son más bien modestas, si las comparamos con la abrumadora cantidad de sus riquezas. Y esa sensación de mezquindad volverá a asaltarnos cuando la vieja dama exija conocer a la famosa Casandra, pareja (que no esposa cristiana) del hijo que ella, estéril, no pudo darle a su esposo. Una vez que sus planes sean públicos y conocidos, la indignación recorrerá el ánimo de todos los parientes.

Maquiavélica y contundente, la trama que Benito Pérez Galdós plantea en su obra teatral Casandra (que cinco años antes había publicado como novela) resulta tan sofocante que, por momentos, hay que detener la lectura porque se siente el pulso acelerado. Es verdad que la anciana es la dueña y señora de sus riquezas y que, por lo tanto, puede hacer con ellas lo que mejor se le antoje; pero el modo sádico en que pone a todo el mundo a bailar hipócritamente a su alrededor para recibir unas migajas del festín (y, sobre todo, el destino final que reserva a su dinero) es tan inesperado, tan santurrón, tan indigno, que el lector acepta incluso con una extraña alegría el desenlace de las tres últimas páginas.

Una pieza dramática donde se reflexiona con gran eficacia sobre los melindres sexuales (percibo envidia hacia Casandra por parte de doña Juana), la absurda superioridad de quienes se consideran dueños de la moral, el almidón acartonado del inmovilismo y la falsa beatitud de quienes manejan su poder para doblegar el ánimo de quienes los rodean. Memorable Galdós. Como siempre.

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