Beate,
la desequilibrada esposa del reverendo Rosmer, se suicidó ante un tiempo; y
desde entonces todo parece haberse enrarecido a su alrededor: la asistenta
Rebekka no termina de encontrar su nuevo papel en la casa, ahora que la señora
no está; el rector Kroll (amigo íntimo de Rosmer) se muestra inquieto por los
rumores que circulan alrededor de la nueva situación doméstica del reverendo; y
por el pueblo cunden las ideas progresistas (encabezadas por Mortensgård), que
tienen a los poderosos “de toda la vida” sumamente alterados. Con esos mimbres
iniciales, el noruego Henrik Ibsen hace que comience a funcionar su drama La
Casa Rosmer, que leo en la traducción de Cristina Gómez-Baggethun para el
sello Nórdica. Y si el punto de arranque es delicado, mucho más delicados y
cenagosos se volverán los hechos a las pocas páginas, porque los lectores nos
convertimos en dianas sobre las que el autor dispara sus certeras
flechas: ¿qué motivó realmente el suicidio de Beate? ¿Qué extraños episodios de
su pasado oculta Rebekka desde que llegó a la casa? ¿Qué siente en verdad el
reverendo Rosmer por esa mujer, justo cuando se plantea apostatar de su fe
religiosa? ¿Qué papel jugarán Kroll y el resto de sus amigos en el futuro de
Johannes Rosmer, cuando manifieste su deseo de sumarse a las huestes
progresistas que desean cambiar la mentalidad del pueblo? Y, de fondo, unos
misteriosos y fantasmales caballos blancos que anuncian la muerte.
Siempre eficacísimo a la hora de provocar la inquietud en el lector, Henrik Ibsen despliega una trama en la que los remordimientos de conciencia, las medias verdades, las ideologías rancias y la tortura de los espíritus van conformando una historia llena de meandros y tinieblas, que se resuelve de un modo inesperado.
Qué delicia de autor. Qué dominio de los resortes dramáticos y psicológicos. Qué brillantez en los diálogos. Espléndido.
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