Treinta
y cinco años separan al zapatero de su joven esposa. Pero mayor aún y más
aparatosa e insalvable es la separación de sus caracteres: alegre, jacarandoso,
extrovertido y locuaz el de ella (que no duda en charlar por la ventana con
cuantos pasan, aunque se murmure sobre su posible fidelidad al marido);
taciturno, medroso y suspicaz el de él (que se ha casado por consejo de su
hermana, quien lo previno contra la soledad de la vejez). De tal forma que la
casa es, de continuo, un polvorín, tanto por los roces que se generan dentro
como por las asechanzas malintencionadas que la rondan por fuera. Al final, se
produce un quiebro brusco en la acción cuando el zapatero decide marcharse,
para no seguir soportando las burlonas insinuaciones de vecinos y comadres…
Cuatro meses después, un viejo titiritero llega a la localidad con sus carteles
y coplas; y la zapatera (que acaba de inaugurar una taberna para vivir y que se
mantiene fiel a su fugitivo esposo) se emociona cuando lo escucha narrar en
verso una historia de infamias, celos y navajas.
Ágil
en el dibujo de sus personajes y pizpireto a la hora de concebir la música
sencilla y popular de sus escenas, Federico García Lorca construye en La
zapatera prodigiosa una “farsa violenta” llena de ingenuidad y frescura,
pero también de interesantes análisis del temperamento humano, donde
descubrimos que bajo la aparente liviandad puede esconderse la firmeza, que
bajo los excesos casquivanos puede habitar la rectitud y que bajo la debilidad
puede camuflarse la fiereza de un lobo cuando llega el momento de defender el
cabal territorio de su vivir.
Una muestra más del talante y del talento de este granadino universal, vilmente ejecutado por las hordas fascistas en el verano de 1936.
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