En esta Oración de Fernando Arrabal nos
encontramos con una pieza dramática tan breve como curiosa. Solamente dos
personas aparecen en escena, y entre ellas se urden diálogos rápidos,
reiterativos, bordeando los cauces de la simplicidad y de la ironía. El hombre
se llama Fidio; la mujer, Lilbe. Juntos a ellos aparece la figura de un ataúd
pequeño, que contiene el cadáver de un niño. Desde que la criatura está muerta,
han decidido cambiar el rumbo de sus vidas y convertirse en personas buenas.
Para lograrlo (será difícil), el varón ha decidido que ambos van a seguir al
pie de la letra las instrucciones salvíficas que contiene la Biblia. Con una
seriedad que no se sabe si es burlesca, Fidio le va resumiendo a Lilbe algunas
de las historias que contiene la obra: la creación de los primeros seres
humanos, el nacimiento de Jesús, la llegada de los Reyes Magos, la crucifixión…
Ella, obnubilada y casi se diría que convencida, asiente. Sí, es necesario que
sean buenos a partir de ahora.
Para
ello, tendrán que dejar de mentir. Tendrán que dejar de acostarse juntos.
Tendrán que dejar de matar (como han matado al niño que yace en el ataúd):
total, la diversión siempre les dura tan poco… El lector, que ha asistido
durante las primeras líneas a su diálogo sin saber muy bien si hablaban en
serio o eran dos zumbones sacrílegos, siente que su piel se estremece. Y la
saliva circula cada vez con más dificultad por la garganta, conforme van
desgranando sus actos.
Fernando
Arrabal vuelve a situarse con esta pieza en la zona donde más cómodo ha estado
siempre: el ámbito de la provocación. (Y que conste que lo digo de una forma
admirativa). Mezcla de ingenuidad y de iconoclastia, su texto admite casi todas
las reacciones, menos una: la indiferencia.
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