Lamentaba
el poeta peruano César Vallejo que en la vida se recibiesen golpes tan duros
como si procedieran del odio de Dios; y es que (y quizá no exageren quienes así
lo afirman) las venganzas que se deciden a ejecutar los dioses son terribles. Uno
de los primeros testimonios de dicha dureza nos lo proporciona la historia de
Prometeo, aquel titán misericordioso que entregó el fuego a los seres humanos y
que se ganó con su acto la feroz iracundia de Zeus. Víctima de esa impiedad, el
hijo de la oceánide Asia es el protagonista de la obra teatral Prometeo encadenado, de Esquilo.
Desde su
mismo arranque descubrimos que ninguno de los personajes que van apareciendo en
escena juzga razonable el castigo que se ha decretado contra el titán: ser
encadenado a una roca por los siglos de los siglos, y ver cómo un águila le roe
de forma interminable el hígado (que crece de inmediato para que la tortura no
mengüe). Hefesto lo encadena mientras lo atraviesa la congoja, el coro lo
observa con lástima, Océano expresa su voluntad de interceder por él ante el
Tonante… Pero Prometeo, lejos de arrepentirse de su acción o de doblegarse a la
súplica, enumera las otras enseñanzas que ha puesto en manos de los humanos:
les ha dado a conocer los números, la escritura, la técnica para domar
caballos, el arte de la navegación, la medicina, la interpretación de los
sueños o la minería. Es decir, el conjunto de las técnicas y las artes. Además,
este titán castigado conoce perfectamente los pormenores del futuro y sabe que
el reinado de Zeus no será eterno, porque un descendiente suyo se alzará contra
él y le arrebatará sus privilegios.
Orgulloso,
seguro de sí mismo y refractario a los consejos (“Cuando se es bien ajeno a la
desgracia es fácil cosa, a aquel que está sufriendo, ofrecerle consejo y
advertencias”), Prometeo se mantendrá inflexible incluso cuando el dios máximo
le envíe a su heraldo Mercurio para lograr su genuflexión.
Nos
encontramos ante una obra densa y tensa, de desarrollo impecable, que Luis Gil
traduce con un ritmo maravilloso, en endecasílabos perfectos. No ha perdido, en
veinticuatro siglos, ni un gramo de su hermosura y su grandeza escénica.
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