viernes, 8 de mayo de 2020

Prometeo encadenado




Lamentaba el poeta peruano César Vallejo que en la vida se recibiesen golpes tan duros como si procedieran del odio de Dios; y es que (y quizá no exageren quienes así lo afirman) las venganzas que se deciden a ejecutar los dioses son terribles. Uno de los primeros testimonios de dicha dureza nos lo proporciona la historia de Prometeo, aquel titán misericordioso que entregó el fuego a los seres humanos y que se ganó con su acto la feroz iracundia de Zeus. Víctima de esa impiedad, el hijo de la oceánide Asia es el protagonista de la obra teatral Prometeo encadenado, de Esquilo.
Desde su mismo arranque descubrimos que ninguno de los personajes que van apareciendo en escena juzga razonable el castigo que se ha decretado contra el titán: ser encadenado a una roca por los siglos de los siglos, y ver cómo un águila le roe de forma interminable el hígado (que crece de inmediato para que la tortura no mengüe). Hefesto lo encadena mientras lo atraviesa la congoja, el coro lo observa con lástima, Océano expresa su voluntad de interceder por él ante el Tonante… Pero Prometeo, lejos de arrepentirse de su acción o de doblegarse a la súplica, enumera las otras enseñanzas que ha puesto en manos de los humanos: les ha dado a conocer los números, la escritura, la técnica para domar caballos, el arte de la navegación, la medicina, la interpretación de los sueños o la minería. Es decir, el conjunto de las técnicas y las artes. Además, este titán castigado conoce perfectamente los pormenores del futuro y sabe que el reinado de Zeus no será eterno, porque un descendiente suyo se alzará contra él y le arrebatará sus privilegios.
Orgulloso, seguro de sí mismo y refractario a los consejos (“Cuando se es bien ajeno a la desgracia es fácil cosa, a aquel que está sufriendo, ofrecerle consejo y advertencias”), Prometeo se mantendrá inflexible incluso cuando el dios máximo le envíe a su heraldo Mercurio para lograr su genuflexión.
Nos encontramos ante una obra densa y tensa, de desarrollo impecable, que Luis Gil traduce con un ritmo maravilloso, en endecasílabos perfectos. No ha perdido, en veinticuatro siglos, ni un gramo de su hermosura y su grandeza escénica.

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