Ha pasado
varios años en la cárcel, purgando un delito económico que cometió mientras
trabajaba en el banco, llevado por sus desmedidos sueños de poder. Y cuando ha
salido, su esposa les ha sumado a esos años atroces la penalización de su
desdén, marginándolo en el seno de su propia casa, incapaz de resistir la
humillación de haberlo perdido por culpa del marido. El hijo común, Erhart, ha
sido criado por la cuñada, que fue la única que se libró de la debacle
financiera. Y el antiguo millonario (al que su mujer llama de una forma gélida “el
director Borkman”) pasea, abrumado y solitario por la parte de arriba de la
vivienda, aislado de los demás miembros de la familia.
Ahora,
cuando han transcurrido varios años más, la figura de Erhart se reviste de un
especial significado para quienes le rodean: su madre desea que se convierta en
un fabuloso hombre de negocios, que limpie el nombre de la familia; su tía Ela
se obsesiona con la idea de recuperar el control sobre el muchacho, porque
quiere que pase los próximos meses a su lado (se encuentra enferma terminal);
su padre proyecta también convertirlo en el instrumento de su venganza… Pero
nadie se preocupa por saber lo que piensa el joven Erhart sobre su futuro. ¿Qué
quiere él hacer con su vida? ¿Aceptará amoldarse a uno de esos tres caminos o
buscará otro diferente?
Siempre
agudo en sus análisis psicológicos, Henrik Ibsen nos muestra en este drama los
vericuetos de varias almas atormentadas, que quedaron salpicadas por el cieno
del pasado y que no encuentran la manera de encontrar la dicha. Si es verdad
que todos somos animales dañados, quizá el gran desafío consista en ser capaces
de descubrir cómo sanar nuestras heridas y meter los brazos en el río de la
felicidad. Erhart, a despecho de los rencores enquistados y la bilis que todos
sus familiares encierran en sus corazones, cree haber descubierto la manera de
hacerlo.
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