sábado, 16 de mayo de 2020

Juan Gabriel Borkman




Ha pasado varios años en la cárcel, purgando un delito económico que cometió mientras trabajaba en el banco, llevado por sus desmedidos sueños de poder. Y cuando ha salido, su esposa les ha sumado a esos años atroces la penalización de su desdén, marginándolo en el seno de su propia casa, incapaz de resistir la humillación de haberlo perdido por culpa del marido. El hijo común, Erhart, ha sido criado por la cuñada, que fue la única que se libró de la debacle financiera. Y el antiguo millonario (al que su mujer llama de una forma gélida “el director Borkman”) pasea, abrumado y solitario por la parte de arriba de la vivienda, aislado de los demás miembros de la familia.
Ahora, cuando han transcurrido varios años más, la figura de Erhart se reviste de un especial significado para quienes le rodean: su madre desea que se convierta en un fabuloso hombre de negocios, que limpie el nombre de la familia; su tía Ela se obsesiona con la idea de recuperar el control sobre el muchacho, porque quiere que pase los próximos meses a su lado (se encuentra enferma terminal); su padre proyecta también convertirlo en el instrumento de su venganza… Pero nadie se preocupa por saber lo que piensa el joven Erhart sobre su futuro. ¿Qué quiere él hacer con su vida? ¿Aceptará amoldarse a uno de esos tres caminos o buscará otro diferente?
Siempre agudo en sus análisis psicológicos, Henrik Ibsen nos muestra en este drama los vericuetos de varias almas atormentadas, que quedaron salpicadas por el cieno del pasado y que no encuentran la manera de encontrar la dicha. Si es verdad que todos somos animales dañados, quizá el gran desafío consista en ser capaces de descubrir cómo sanar nuestras heridas y meter los brazos en el río de la felicidad. Erhart, a despecho de los rencores enquistados y la bilis que todos sus familiares encierran en sus corazones, cree haber descubierto la manera de hacerlo.

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