En el año
2003, la jumillana Ana María Tomás publicó su trabajo Memoria intacta como el ámbar, donde se sumergió en abundantes
revelaciones de rango autobiográfico.
Son unos
poemas breves, airosos, que muestran cómo cada imagen queda, gracias al
mecanismo de la memoria, “inmune en su miel eternizada a los desprecios del
tiempo” (p.15). Nos habla en estas páginas de una infancia sin lujos (“No había
chocolate, no, pero las tardes eran de almíbar”, p.18), iluminada por días de
colegio y rayuelas en las aceras, por madres protectoras, comuniones
inmaculadas y meses que transcurrían lentos hacia la pubertad. Al fin,
ejecutado su balance, la poeta descubre que está “en paz con la sombra del
trastero” (p.43) y que no debemos perder nunca “la niñacidad de los días”
(p.48).
Verdaderamente,
la memoria es “déspota selectiva” (p.70), pero el hecho de tender la mirada
hacia atrás no tiene por qué convertirnos en estatuas de sal (como le sucedió a
la imprudente mujer de Lot). Más bien nos otorga la pureza de una contemplación
con la que “se consiguen las fuerzas para seguir el viaje” (p.71).
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