No
sé cuántas veces he leído El camino, de Miguel Delibes. Quizá tres.
Quizá cuatro. No lo sabría precisar con exactitud. Y lo que me ocurre con este
libro es tan sorprendente como especial: cada lectura me devuelve las emociones
de la primera. No paseo por páginas ya conocidas. No revisito historias ya
memorizadas. No redescubro a personajes cuyos perfiles ya conozco bien desde
hace años o décadas. He ahí la magia de Delibes, que me dio con esta obra, sin
saberlo, uno de los libros de mi vida. Cada vez que la Guindilla menor se fuga
del valle con don Dimas me pregunto qué pasará con ellos. Cada vez que el
Moñigo, el Tiñoso y el Mochuelo saltan la tapia del huerto del Indiano me
pregunto si lograrán robar las manzanas sin ser sorprendidos o, por el
contrario, la Mica los descubrirá. Cada vez que la Uca -uca se acerca tímida,
suplicante a Daniel, no sé si este la acogerá con indulgencia o le dispensará
uno de sus exabruptos más salvajes. Cada vez que el tren atraviesa el túnel me
imagino con la misma risa a los tres desaprensivos con el culo al aire,
defecando a su paso. Cada vez que se ponen a escribir la declaración de amor de
Sara a don Moisés me pregunto si les saldrá bien la estratagema o incurrirán en
el ridículo. Cada vez que presencio la escena en que el Mochuelo se sube a la
cucaña no sé si alcanzará el sobre con el dinero o se desollará los muslos
infructuosamente. Y cada vez que Daniel deja el tordo en el ataúd del Tiñoso
lloro como en la primera lectura.
A
Miguel Delibes, en mi opinión, no lo puede discutir nadie en la historia de la
literatura española. Supo acotar un espacio narrativo y describirlo de forma
tan bella como inigualable. Y ese prodigio se cumple de manera especialmente
pura en El camino, retrato de un mundo que languidecía y que alcanza con
la vigilia del Mochuelo (el niño que es feliz en su mundo campesino y que no
entiende la necesidad de alejarse de allí para cursar estudios que lo hagan
“progresar”) su punto de inflexión. Si Carmen Sotillo se enfrentaba durante
toda una noche a la revisión de su mundo (Cinco horas con Mario), Daniel
lo hace también, de un modo simétrico, para que conozcamos los perfiles de su
tristeza y el caudal de vida que deja a su espalda. Dos noches memorables en la
literatura española, que a mí me encandilan.
En
estas páginas encontramos la ternura, la crueldad, el humor, el retrato íntimo
de un mundo que desaparece, las trastadas infantiles, las pequeñas y grandes
desolaciones, los paisajes rurales, los pájaros que cantan hasta que un
tirachinas los abate, las pozas donde bañarse, los silencios profundos, el
valor de la amistad, la religión, el egoísmo, las mujeres que se marchitan, los
hombres que no lloran, las estrellas brillando en la noche.
Cuando vuelva a leer esta novela, por enésima vez, creo que seguiré suscribiendo las mismas palabras que he escrito antes. Una de las novelas de mi vida, insisto. A Miguel Delibes, sin haberlo conocido en persona, lo siento como mi amigo: ese también es un don mágico de algunos (muy pocos) escritores.
1 comentario:
Qué cantidad de sentimientos viertes, Rubén, en esta reseña de tu tercera o cuarta relectura de El camino. Igual que tú yo aprecio a Delibes en lo muchísimo que vale para la literatura española en general y para mí en particular. Y digo que para mí porque mi afición a las lecturas de calidad me nació con novelas de Miguel Delibes como este monumento que hoy traes hasta tu blog. Yo creo recordar que lo primero que leí de este vallisoletano fue su Diario de un cazador, La sombra del ciprés es alargada, La hoja roja, Las ratas, El camino... Luego fueron cayendo todos sus títulos. Es cierta la enorme similitud existente entre Cinco horas con Mario y El camino. Esa despedida de un mundo que se acaba se ve en ambos títulos. La enorme pena que tengo es que a lo largo de mi ejercicio profesoral he visto cómo las generaciones de jóvenes escolares (adolescentes de 14 ó 15 años) se han ido alejando paulatinamente de Delibes. Es evidente que el mundo del Mochuelo, el Tiñoso y el Moñigo ya no lo reconocen, nada les une a él. Por eso al comprobar cómo ayer les entusiasmaba El camino o Las ratas y hoy les aburre y no quieren leerlo me entra una enorme tristeza. Me doy cuenta de que yo también pertenezco a un mundo que debe de estar desapareciendo. Y eso, querido Rubén, siempre es algo duro.
Un fuerte abrazo, amigo
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