A
veces, la poesía no tiene más pretensión que dibujar cuadros de silencio. Es
decir: ser un disparo que, alcanzándonos de forma certera, extiende luego por
nuestro interior una oleada de quietud. No es logro pequeño, si bien se piensa,
en estos tiempos en los que la prisa y el ruido se han convertido en asechanzas que
nos buscan, nos cercan y nos rinden desde que abrimos los ojos hasta que nos
rendimos al sueño. Paco Umbral dijo una vez que el idioma de la ciudad era el
ruido. Posiblemente, el mundo en su totalidad ha aprendido a comunicarse (¿de
forma definitiva?) con las ásperas detonaciones en ese idioma maldito, invasor
y agresivo. Pero entonces aparece un poeta, y se llama Jesús Aparicio González,
y nos envuelve en una burbuja de palabras que nos aísla de ese asalto infame, y
alcanzamos la dicha de una tregua.
Lo
hace con un libro que se titula, esperanzadamente, Cómo vencer al ruido
y lo edita Ars poética, en su colección Carpe diem. En sus líneas está la
infancia del autor (ese trompo que aparece en la página 18, ese barquito de
papel que navega en la 24, esos globos perdidos que surcan los cielos en la 32,
esos lápices de colores que llenan de dibujos la 57), cuando no existía tanto
fragor en el entorno. En sus líneas están los aromas orientales del haiku, que
podemos degustar en “Al ojo abierto” o en “Sencillo bodegón”. En sus líneas
están las reflexiones sobre el sentido de la cultura (“Es todo aquello que te
llama, te impulsa, te enseña / a crecer intelectual y espiritualmente”). En sus
líneas están las conclusiones tristes sobre el proceder de los seres humanos
(“En el tumulto hacen ruido / para no escucharse”). En sus líneas está, en fin,
un consejo con el cual defendernos de esa invasión poderosa y desagradable (“En
el silencio / la paz tiene su escudo”).
Jesús Aparicio González, autor de larga trayectoria y de sólida dicción, nos invita a meditar sobre nosotros mismos y sobre la forma de mantener nuestro equilibrio emocional en un mundo que se obstina en perturbarnos. Una admirable lección.
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