jueves, 23 de noviembre de 2023

El cuento de la isla desconocida

 


Un súbdito insolente (la “insolencia” consiste en pedir a los poderosos algo que ellos no hayan contemplado con anterioridad como limosna) se acerca hasta la puerta donde vive el rey y, sin mediar súplicas o genuflexiones, le solicita un barco. Interrogado por sus motivos, alega necesitarlo “para buscar la isla desconocida”. El soberano, conteniendo la risa, le dice que no tiene noticia de que aún existan ese tipo de islas, pero el peticionario se enroca en la terquedad (“Es imposible que no exista una isla desconocida”), consiguiendo que el monarca deponga su soberbia y le conceda su deseo. La mujer de la limpieza de palacio decide irse con el aventurero, para compartir su destino. De tal forma que, mientras él recluta a los futuros componentes de la tripulación, ella adecenta el barco y se preocupa por la alimentación de todos. Por desgracia, nadie se suma al proyecto, aduciendo razones prácticas (“Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible”). La mujer, abatida, sugiere la posibilidad de quedarse en tierra, pero el soñador lo tiene claro: una vez que ha concebido la idea, no está dispuesto a renunciar a su isla (“Quiero saber quién soy yo cuando esté en ella”).

No desvelaré los pormenores y meandros que la narración (que, como es bastante evidente, puede ser leída en clave política) dibuja a partir de ahí, pero sí consignaré que enriquecen el carácter simbólico de la misma, tan hermoso como poliédrico.

Pese a que José Saramago no pertenece al grupo de mis autores favoritos, he querido insistir con él y he tenido la buena fortuna de toparme con este título, que me ha gustado mucho. Quizá deba concederle más oportunidades lectoras al premio Nobel portugués.

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