Un
súbdito insolente (la “insolencia” consiste en pedir a los poderosos algo que
ellos no hayan contemplado con anterioridad como limosna) se acerca hasta la
puerta donde vive el rey y, sin mediar súplicas o genuflexiones, le solicita un
barco. Interrogado por sus motivos, alega necesitarlo “para buscar la isla
desconocida”. El soberano, conteniendo la risa, le dice que no tiene noticia de
que aún existan ese tipo de islas, pero el peticionario se enroca en la
terquedad (“Es imposible que no exista una isla desconocida”), consiguiendo que
el monarca deponga su soberbia y le conceda su deseo. La mujer de la limpieza
de palacio decide irse con el aventurero, para compartir su destino. De tal
forma que, mientras él recluta a los futuros componentes de la tripulación,
ella adecenta el barco y se preocupa por la alimentación de todos. Por
desgracia, nadie se suma al proyecto, aduciendo razones prácticas (“Me dijeron
que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar
el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en
aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible”). La mujer, abatida,
sugiere la posibilidad de quedarse en tierra, pero el soñador lo tiene claro: una
vez que ha concebido la idea, no está dispuesto a renunciar a su isla (“Quiero
saber quién soy yo cuando esté en ella”).
No
desvelaré los pormenores y meandros que la narración (que, como es bastante evidente,
puede ser leída en clave política) dibuja a partir de ahí, pero sí consignaré
que enriquecen el carácter simbólico de la misma, tan hermoso como poliédrico.
Pese a que José Saramago no pertenece al grupo de mis autores favoritos, he querido insistir con él y he tenido la buena fortuna de toparme con este título, que me ha gustado mucho. Quizá deba concederle más oportunidades lectoras al premio Nobel portugués.
No hay comentarios:
Publicar un comentario