Si
partimos de la base de que los demás constituyen un enigma para nosotros, me
imagino que no habrá problema en aceptar que aventurarnos a emitir un juicio
sobre ellos comporta un riesgo muy elevado de inexactitud, porque nos inviste
con un poder del que, en buena ley, carecemos. ¿Quiénes somos para dictaminar
que X actúa de un modo patético, o que Y se aboca al ridículo con sus ideas, o
que Z se desliza por el talud del bochorno cuando actúa como lo hace?
Liudmila
Ulítskaya nos plantea en su novela Sóniechka ese campo de reflexión a
través de la poco agraciada Sonia, una muchacha que encuentra en los libros su
refugio, su paraíso y su ámbito de felicidad. Frente a un entorno pobre (aquel
gris y dictatorial mundo soviético que tantas vidas aplastó), las lecturas de
Pushkin o Tolstói llenan de luz su espíritu. Y, cuando menos lo podía esperar,
aparece en su vida de bibliotecaria silenciosa un hombre, el pintor Robert
Víktorovich, que sabe descubrir en sus rasgos anodinos el esplendor de la
belleza íntima y se casa con ella. Hasta ese punto, asistimos complacidos a una
historia de amor más bien tradicional en sus formas. Pero otros dos personajes
se incorporan durante los años siguientes a nuestros protagonistas primigenios:
una hija mucho menos intelectual que su madre, y que desdeña los estudios y la
lectura (Tania); y una amiga que esconde tras su blanquísima fragilidad un
espíritu volcánico y lleno de aristas tentadoras (Yasia). Como telón de fondo,
unos dirigentes políticos que deciden traslados y miserias, que decretan postergaciones
y guettos. Y con esas piezas Liudmila Ulítskaya compone su narración, que se va
desarrollando hacia un final inesperado, en el que Sóniechka tendrá que
encastillarse en su papel de esposa tolerante, comprensiva y feliz, frente a
las habladurías maliciosas de su entorno, que la maltratan con sus dicterios.
Me adentré en este libro por curiosidad; y repetiré con la autora.
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