En
el mundo de la literatura, como en el mundo de todas las artes, los pareceres y
gustos son infinitos: el colombiano Fernando Botero puede entusiasmar o
repugnar con sus gordos universales; las líneas arquitectónicas de Frank Lloyd
Wright pueden antojarse magistrales o gárrulas; los lienzos de Picasso pueden
ser tildados de geniales o de ridículos; las novelas de Stephen King serán gran
o sub literatura, según el juicio honesto y subjetivo de lectores antípodas;
Rafael Alberti será poeta o mero fantoche; Paul McCartney será el Mozart del
siglo XX o un simple compositor de baladas pegadizas. Pero, admitidos esos
casos (y otros mil que podríamos acopiar), resulta al menos innegable que
Botero, Wright, Picasso, King, Alberti y McCartney han fraguado una porción del
arte de nuestro tiempo. Sus obras están ahí. Permanecen. Son revisitadas o
descubiertas todos los días.
En
España, y centrándonos en el mundo de la literatura, invoco hoy el nombre de
Arturo Pérez-Reverte, otro personaje que genera pasiones y, por tanto, amores y
odios viscerales. Se le acusa de prepotencia, de chulería, de comercialidad, de
destemplanza, de éxito, de machismo. Pero, por encima o por debajo de esas
etiquetas, no resulta discutible que nos ha dado libros memorables, que sería
inútil tratar de negar. La persona puede no amoldarse a tus ideas, pero
la obra es insoslayable. Lope era un cabrón con pintas, pero nos dejó el
mejor teatro de nuestra historia; Neruda fue un machista y se comportó
monstruosamente con su hija, pero escribió el Canto general; las
convicciones políticas de Ezra Pound pueden resultarte inadmisibles, pero
prueba a desdeñar sus Cantos pisanos. En esa línea, el cartagenero
Arturo Pérez-Reverte te podrá parecer X o Y, pero ha creado (de ese libro me
ocupo hoy) al capitán Diego Alatriste y Tenorio, y no se me ocurren demasiados
personajes más perfilados, más hondos, más interesantes, más densos, más representativos
y seductores en la literatura española de las últimas décadas. Solamente por
eso, yo ya me pondría en pie. Y si le unimos sus retratos de Francisco de
Quevedo, de los callejones oscuros del Madrid barroco, de sus malhechores, de
sus teatros, de sus costumbres eróticas, del conde-duque de Olivares o del
tenebroso inquisidor fray Emilio Bocanegra, aprovecho que estoy en pie para
ponerme a aplaudir, porque ese militar “áspero, inmutable y desesperado” ha
conseguido penetrar en el grupo de mis personajes favoritos.
A
autores como Pérez-Reverte yo me niego a ponerles etiquetas, porque no soy
quién para decidirlas: me limito a tributarles mucha gratitud, pues me han
regalado horas de amenidad, sonrisas, reflexión y adrenalina. Y que eso lo haga
un autor nacido en “ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias,
sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos
España” le añade, en mi opinión, el calor de la proximidad.
Voy a revisitar todos los volúmenes de la serie (creo que alguno no lo leí en su día), por orden cronológico. Ya les contaré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario