domingo, 19 de noviembre de 2023

El capitán Alatriste

 


En el mundo de la literatura, como en el mundo de todas las artes, los pareceres y gustos son infinitos: el colombiano Fernando Botero puede entusiasmar o repugnar con sus gordos universales; las líneas arquitectónicas de Frank Lloyd Wright pueden antojarse magistrales o gárrulas; los lienzos de Picasso pueden ser tildados de geniales o de ridículos; las novelas de Stephen King serán gran o sub literatura, según el juicio honesto y subjetivo de lectores antípodas; Rafael Alberti será poeta o mero fantoche; Paul McCartney será el Mozart del siglo XX o un simple compositor de baladas pegadizas. Pero, admitidos esos casos (y otros mil que podríamos acopiar), resulta al menos innegable que Botero, Wright, Picasso, King, Alberti y McCartney han fraguado una porción del arte de nuestro tiempo. Sus obras están ahí. Permanecen. Son revisitadas o descubiertas todos los días.

En España, y centrándonos en el mundo de la literatura, invoco hoy el nombre de Arturo Pérez-Reverte, otro personaje que genera pasiones y, por tanto, amores y odios viscerales. Se le acusa de prepotencia, de chulería, de comercialidad, de destemplanza, de éxito, de machismo. Pero, por encima o por debajo de esas etiquetas, no resulta discutible que nos ha dado libros memorables, que sería inútil tratar de negar. La persona puede no amoldarse a tus ideas, pero la obra es insoslayable. Lope era un cabrón con pintas, pero nos dejó el mejor teatro de nuestra historia; Neruda fue un machista y se comportó monstruosamente con su hija, pero escribió el Canto general; las convicciones políticas de Ezra Pound pueden resultarte inadmisibles, pero prueba a desdeñar sus Cantos pisanos. En esa línea, el cartagenero Arturo Pérez-Reverte te podrá parecer X o Y, pero ha creado (de ese libro me ocupo hoy) al capitán Diego Alatriste y Tenorio, y no se me ocurren demasiados personajes más perfilados, más hondos, más interesantes, más densos, más representativos y seductores en la literatura española de las últimas décadas. Solamente por eso, yo ya me pondría en pie. Y si le unimos sus retratos de Francisco de Quevedo, de los callejones oscuros del Madrid barroco, de sus malhechores, de sus teatros, de sus costumbres eróticas, del conde-duque de Olivares o del tenebroso inquisidor fray Emilio Bocanegra, aprovecho que estoy en pie para ponerme a aplaudir, porque ese militar “áspero, inmutable y desesperado” ha conseguido penetrar en el grupo de mis personajes favoritos.

A autores como Pérez-Reverte yo me niego a ponerles etiquetas, porque no soy quién para decidirlas: me limito a tributarles mucha gratitud, pues me han regalado horas de amenidad, sonrisas, reflexión y adrenalina. Y que eso lo haga un autor nacido en “ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España” le añade, en mi opinión, el calor de la proximidad.

Voy a revisitar todos los volúmenes de la serie (creo que alguno no lo leí en su día), por orden cronológico. Ya les contaré.

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