Continúo
explorando pequeños libros de divulgación sobre pintores a los que he admirado
a lo largo de mi vida, y en esta ocasión me acerco hasta las páginas de El
Greco, maravillosamente compuestas por Francisco Calvo Serraller. Desde el
inicio nos recuerda el crítico madrileño que este pintor (nacido en Creta en
1541 y perteneciente a una selecta familia católica de la isla) fue
“considerado ya como un personaje extravagante por sus contemporáneos y tachado
más tarde de simple lunático por aquellos pocos que recordaban su existencia”.
Cultivó su arte pictórico en ciudades como Venecia y Roma (donde tuvo la
osadía, largamente castigada, de criticar a Miguel Ángel) y terminó
instalándose en España, lugar al que llegó en 1577 y donde pronto comenzó una
aventura amorosa con Jerónima de las Cuevas, con la que tuvo a su hijo Jorge
Manuel. Especial interés tiene, en mi opinión, la novedad de que este pintor
“comenzó a discutir condiciones, precios, plazos y otras circunstancias que
rodean los contratos por obras”. Es decir, que fue uno de los primeros en
reivindicar la dignidad profesional de los pintores, exigiendo que su trabajo
fuese valorado con justicia, rigor y rapidez, sin que los artistas se viesen
obligados a insistir, suplicar o resignarse. Maestro en el “fatigoso arte de
pleitear”, cobró fama de altivo, pendenciero y obstinado; pero la
interpretación que sostiene Calvo Serraller es mucho más interesante: “Fuera lo
arisco o desabrido que se quisiera El Greco, sus pleitos lo que delatan era la
insoportable desconsideración práctica con que todavía se trataba a los
artistas en nuestro país”. Y, en todo caso, el “conjunto de bienes bastante
esmirriado” que se consigna en su testamento evidencia que el pintor disfrutó
en vida, como buen hedonista, de sus ganancias.
Al final, entre críticas, desdenes e incomprensiones (también entre aplausos y discípulos fervorosos), tras exabruptos e interpretaciones indemostrables (que padecía astigmatismo), ahí quedan obras como El caballero de la mano en el pecho o El entierro del conde de Orgaz. Es lo que importa.
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