Estamos
en Yecla, es domingo por la tarde y corre el año 1974. Para contemplar la
escena con más libertad nos hemos ocultado pudorosos detrás de un árbol y,
pocos minutos después, vemos acercarse a dos personas: un chico y una chica. No
aparentan más allá de los doce años. Se han citado en el parque y sus corazones
laten con furia, porque se han enamorado por primera vez, y porque son tímidos,
y porque están aprendiendo el lenguaje de la fascinación. Los ojos se acarician
y las manos son de seda. Ella tiene el cabello rubio y él atesora un sinfín de
sueños que, apenas atreviéndose a ser enunciados, se irán cumpliendo con
lentitud inexorable en los años siguientes. Nada les afecta el frío (basta con
acercarse el uno al otro), nada les afecta el calor (basta con comprar un
chambi). Quizá sople el viento, quizá llovizne: el exterior es ocioso. No
existen trompetas capaces de derribar sus murallas de amor.
Un
día, el chico (que se llama Pascual) tiene que sumarse a un viaje que lo
llevará lejos de su pueblo, para incorporarse a las labores de la vendimia francesa.
No hay despedida, porque las palabras resultan en ellas demasiado tristes. No
hay promesas, porque las inventó el diablo. La chica (que se llama Mariloli)
siente en el pecho, como diría Mercedes Salisachs, el volumen de la ausencia.
Los días se van sucediendo y se arraciman en semanas, en meses, en años, en
décadas. Cada uno de los dos construye a su modo una felicidad que, sin
saberlo, es provisional, sucedánea, ortopédica: se celebran matrimonios y nacen
hijos, que llenan de unos colores muy dulces sus calendarios. Hay casas. Hay
viajes. Hay lágrimas. Hay risas. Hay enfermedades y resurrecciones. Hay
Nochebuenas. Hay desgarros.
Un
día, tras haber leído que Horacio Oliveira y La Maga andaban sin buscarse, pero
sabiendo que andaban para encontrarse, quiso el Destino volver a reunirlos,
cuarenta y tantos años después. Y eran libres. Había cambiado la piel. Había
cambiado el color de los cabellos. Había cambiado el siglo. Pero se
reconocieron y se dijeron: “Ahora”. Y dijeron “Tú”. Y dijeron “Sí”. Y dijeron
“Para siempre”. Las pupilas de Mariloli comenzaron a irradiar una luz continua
y gozosa. Las manos de Pascual decidieron convertir esa luz largamente esperada
en versos, en poemas, en un libro. Y decidieron de consuno titularlo Siempre
domingo. Tras años de clamor (Jorge Guillén tiene la palabra), el cántico.
Tras la luz de los años transcurridos, la Luz para los años que quedan por
transcurrir. Y no se hable más, porque ahora hay que concederle la palabra al
poeta, que lo ha dicho muchísimo mejor que yo en estas páginas preciosas que le
publica Vitruvio.
Ya
sé que esto no parece una reseña, porque no realiza ningún abordaje
estilístico, ni desgrana el catálogo de sus matices temáticos, ni se ocupa de
las fuentes del libro (lo que Joan Oleza llamaba “la crítica hidráulica”). Dos
pijos me importa. O mil. Tras más de treinta años de querer y de leer a mi
hermano Pascual, por fin lo veo feliz, y eso es suficiente razón (y razón
suficiente) para dejarme el bisturí profesional (qué repelús) y decir lo otro:
el calor, la ventura, el Gracias, Mariloli, el Enhorabuena, hermano,
la luz eviterna de los domingos futuros, la felicidad innumerable de todos los
demás días.
Y
nada más. Ahora son ustedes quienes deberán sentir en las yemas de sus dedos el
infinito dulzor de estas palabras, inmejorables, hermosas y esperanzadas.
No tarden.
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