Adam
Haberberg fue un niño como muchos otros. Un niño que salía triste en las
fotografías de grupo del colegio, que creció en una familia media, que disfrutó
de amistades, que soñó con un futuro espléndido. Ahora, a sus 47 años, todo
parece haber comenzado a pudrirse a su alrededor: su esposa Irène ya no lo ama
(es posible que incluso tenga un amante), su ilusión de convertirse en un
escritor de éxito hace tiempo que se fue por el desagüe (publica novelas de
aeropuerto, con seudónimo), la relación con sus hijos es fría (la amargura
cotidiana y sus cambios de humor lo apartan de ellos) y, para colmo de males,
el oftalmólogo le acaba de comunicar que tiene graves problemas en los ojos y
podría perder el uso de uno (al menos uno) de ellos. Así que cuando comienza la
novela no nos resulta extraño que Adam haya decidido sentarse en un banco del
Jardin des Plantes, silencioso y triste, para observar a los avestruces
mientras piensa en su vida, malbaratada y declinante.
Observemos
ahora cómo se acerca un segundo personaje hasta nosotros: se trata de
Marie-Thérèse Lyoc, una antigua compañera de clase que goza de un buen sueldo
vendiendo productos de merchandising y que, milagrosamente (Adam ha perdido
mucho pelo y tiene una ostensible barriga), lo reconoce. Apenas unos minutos
después, ella lo invita a cenar en su casa: le parece una oportunidad para
ponerse al día contándose cómo les ha ido. Adam, feble pero cortés, acepta.
El
juego narrativo que nos propone la parisina Yasmina Reza en esta novela (que
traduce Gonzalo Garcés para Anagrama) no se desliza entonces hacia lo erótico,
como parecería previsible, sino hacia otros horizontes más densos y más agrios:
la revisión de dos existencias que no han alcanzado sus objetivos.
Marie-Thérèse se ha maquillado el fracaso con ortopedias auxiliares (los
electrodomésticos, la risa, una vieja carta); pero Adam no dispone de asidero
alguno al que aferrarse y siente pánico (“Estoy cansado de desmoronarme. Tengo
miedo”). Sabe muy bien que no ha conseguido el éxito, en ninguna de sus
vertientes (ni con los libros, ni en el amor, ni en la paternidad); y ahora se
siente al borde del acantilado, con ganas de llorar, incomprendido, solo. Su
salud pende de un hilo, su matrimonio pende de otro. Ojalá encontrara el modo
de escribir una buena historia, que le sirviera para demostrar (y demostrarse)
que sí tiene talento.
Quien sí lo tiene, y a raudales, es Yasmina Reza. Este volumen es una nueva demostración, que les invito a leer a la mayor brevedad.
1 comentario:
No he leído nada de Yasmina Reza, aunque guardo un recuerdo indeleble de la representación de "Arte". La vi representada por Carlos Hipólito, José María Pou y Flotats. La recuerdo como si la hubiera visto hoy mismo, tal fue la impresión que me causó, y eso que han pasado ya algo más de veinte años. También he visto en cine y en teatro "Un dios salvaje": magnífica, estupenda
Esta novela que traes no la conocía pero me la apunto pues tu reseña me la hace muy atractiva.
Un abrazo
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