En el poemario Las
brasas anida una sorpresa anonadante, que quizá no se halle tanto en sus
páginas como en su periferia. Trataré de explicarme: sus versos son magníficos,
sí; la fuerza maravillosa de sus encabalgamientos es memorable, sin duda; su
léxico es bello y amplio, absolutamente. Pero el asombro mayor de este volumen reside,
según creo, en el calendario. Es decir, en el descubrimiento de que el
valenciano Francisco Brines (Oliva, 1932) escribió estos poemas con sólo veintisiete
años.
Por supuesto, se podría aducir una abultada nómina de
escritores que, a esa edad, han entregado obras de inaudita perfección formal;
pero no van por ahí los tiros. Cuando hablo de sorpresa o de asombro
aludo a la hondura senil con la que
se aproxima a los paisajes, a los sentimientos, a las personas. El adjetivo
“senil”, huelga aclararlo, es admirativo. Brines mira con pupilas sabias de
anciano, y eso impregna sus versos de una coloración atemporal y mágica,
perdurable y alta. Hay poemas protagonizados por niños, convertidos en música
de palabras por un muchacho de veintisiete años, y que resuenan con la gravedad
majestuosa de la vejez más reflexiva. Brines era juventud y sus palabras eran
senectud. La síntesis perfecta para esculpir una obra imperecedera.
Releer esta obra ha sido una de las grandes alegrías de este 2021.
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