Recuerdo que, en mi infancia, leí un cómic que se basaba en
una novela de Julio Verne y cuyo final me llamó mucho la atención. El
protagonista, después de haber escuchado en silencio un buen número de
historias en boca de otros personajes, afirmaba que su vida, lejos de ser
sedentaria o gris, estaba colmada de aventuras, porque había vivido de forma profunda todas
las peripecias que se incluían en las historias escuchadas. Ahora recupero y
perfecciono aquella idea al terminar La isla inaudita, de Eduardo Mendoza,
porque me doy cuenta de que transita por parecidos senderos.
Fábregas, el empresario que la protagoniza, decide abandonar
Barcelona y, tras algunas indecisiones (se ha separado de su amante, ha perdido
el contacto con su hijo, ha dejado la empresa de la que es propietario en manos
de su asesor), se instala en Venecia, donde conoce a la fascinante y enigmática
María Clara, quien lo va guiando por la ciudad y le muestra lugares
pintorescos, como la isla de Ondi. Pero también lo asaltarán experiencias más
anonadantes: sufre un atraco en la calle, se despierta en un hospital después
de haber sufrido un desmayo, vive una tórrida aventura sexual con una mujer
casada (mientras María Clara se encuentra fuera de Venecia), se pierde en el
interior de un palacio antiquísimo, conoce al estrafalario doctor Pimpom… No
obstante, lo más importante de esta novela no es lo que le sucede a Fábregas,
sino lo que le cuentan, porque el catalán va a verse rodeado por personajes que
de forma continua le cuentan historias, personajes que las recuerdan o las inventan,
que repiten o fabulan narraciones, que anuncian y luego no relatan (como la
historia de San Bábila, que le promete un médico joven, sin llegar a
contársela). Y todos ellos van rodeando a Fábregas de un ambiente poliédrico,
mostrándole sin cesar mundos posibles o retazos de mundos, que se adhieren a él
como telas de araña: historias de santos, cortesanas, estafadores, iglesias…
Esa urdimbre de relatos crea a su alrededor una atmósfera que convierte su
estancia en Venecia en una experiencia única, de la que no saldrá indemne.
Acompañar a Fábregas en este viaje externo e interno es el gran reto que Eduardo Mendoza nos propone. No opongamos resistencia: vayamos con él.
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