Podemos estar razonablemente de acuerdo en que existen varios
tipos de textos teatrales, que nos sorprenden tanto por su forma como por
su contenido. En unos se persigue experimentar, plantear al lector o al
espectador diálogos e ideas que zarandeen su normalidad y sus resortes
lógicos (pensemos en Ionesco, Arrabal o Beckett); en otros, se busca su
indignación ante situaciones que perciba como inadmisibles (podríamos recordar
muchos títulos de Olmo o Pinter); en otros, deslumbrar con la riqueza de su
lirismo o, al menos, con el chisporroteo de su lenguaje; y en otros (el abanico
resulta casi inabarcable) se pretende rescatar asuntos que, reformulados o
contemplados desde otro ángulo, reciben una nueva luz.
Y hay también un teatro (siempre lo ha habido y quizá siempre
lo habrá) para pasar el rato, dibujar algunas sonrisas, verter unas pocas
lágrimas y distraer el ánimo. Nada más. Curiosamente, esta última variante
suele ser vapuleada por un crecido número de críticos, que le adhieren
etiquetas vejatorias por su "intrascendencia". No seré yo, desde
luego, quien se sume a esa corriente despectiva. Admiro y aplaudo a los autores
que, cogiendo la pluma, pretenden entretener mi tiempo con sus diálogos
cotidianos, sus temas y sus personajes.
Joaquín Calvo Sotelo presenta en La condesa Laurel una
de estas piezas, que tiene como protagonista a Paquita Naranjo, una viuda
triple que, apenas recuperada de su tercera experiencia mortuoria, ya tiene en
perspectiva la posibilidad de un cuarto matrimonio, con el seductor Íñigo. Su
gran preocupación radica en que su último suegro no juzgue liviandad o prisa
esta nueva aventura sentimental. Si lo hace es porque considera que los varones
resultan imprescindibles para la mujer ("El hombre es un ser superior.
Cuanto él dice o hace tiene un peso, una autoridad") y porque no puede
permanecer sin uno al lado, al que siempre considera especial, otorgándole su
amor y su protección ("Los hombres se dividen en tres grupos: los guapos,
los feos y el que te gusta").
Calvo Sotelo, lejos de quedarse en una trama esquemática,
complicará el asunto introduciendo decepciones, momentos de humor, nuevos
pretendientes y otros adornos dramáticos, que convierten esta pieza en un texto
agradable, distraído e intrascendente. Con todo el respeto que se merece
(vuelvo a insistir) la intrascendencia.
Un aplauso por él.
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