A finales del siglo XX (quizá 1995) cayó en mis manos un
librito bastante ajado que, publicado en Buenos Aires y deambulando por
librerías de viejo españolas, había terminado sobre mi mesa. En la cubierta,
con una coloración tan poco afortunada que casi no dejaba leer el título, se
explicaba que el autor era Pedro Orgambide (con minúsculas, por cierto), a
quien no conocía. Como se puede apreciar, pocos motivos tenía para sumergirme
en la obra. Pero lo hice. Y fue una decisión que me alegró mucho entonces y que
vuelve a alegrarme cuando lo releo, un cuarto de siglo después, porque descubrí
en su interior algunos relatos de alto nivel, pequeñas joyas emocionantes que,
por su tema, su protagonista o las emociones que el autor supo dibujar en sus
líneas, consiguieron quedarse en mi memoria.
Me encontré con el niño hospitalizado que descubre, mezclados,
los estruendos del amor y de la muerte; con el guitarrista que se desmorona
íntimamente por los desdenes de una mujer; con el mago que encandila, seduce y
luego abandona a la joven pueblerina desprevenida; con el yugoeslavo Yuri,
grande, inocentón y burlado por su esposa; con el diminuto señor Müller, que se
acartona entre libros hasta que el corazón comienza a latirle en sus últimos
años de vida; con el conductor de autobús al que sus compañeros rinden un
homenaje final lleno de respeto… Y me encontré, sobre todo, con dos historias
que, dentro de su sencillez, lograron ponerme el corazón en un puño y hacerme
tragar saliva: “Los viejos” y “El vals”. En la primera, una anciana viuda
recuerda cómo El Francés la cortejó en su juventud y cómo ahora, cuando podrían
estar juntos, no lo están, porque la vida es extraña y los seres humanos no lo
somos menos; en la segunda, una larga historia secular de amor, eternidad y muerte
se condensa en apenas veinte líneas magistrales.
A veces, la felicidad de la relectura es igual de placentera (o incluso más, porque se le añade el azúcar de la ratificación) que la felicidad de la lectura.
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