sábado, 13 de febrero de 2021

Artículos completos

 


Después de releerme, durante los meses de enero y febrero, los artículos del madrileño Mariano José de Larra, redacto unas líneas sobre algunos de ellos y los subo al blog el día en que recordamos su suicidio (13 de febrero de 1837).

Comencemos por “El café”, un texto de 1828 donde nos coloca ante los ojos una sorprendente fauna de ociosos, carotas, petulantes y viejos que se refugian en el local y que conforman un pantano de molicie, críticas a los adversarios políticos y bostezos inoperantes. Todo un microcosmos de la pereza y la jactancia patrias, que habla y no actúa. La rabiosa descripción juvenil de ese ambiente le sirve a Larra para enarbolar una de sus más conocidas banderas: la preocupación por su país. Escuchemos cómo lo dice él: “Amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla”. Y recordemos dos datos muy precisos, relacionados con este tema: el primero es que Larra tiene 19 años cuando lo publica; el segundo, que su capacidad para evaluar el estado de atraso es muy limitada, porque su único conocimiento real de los demás países es haber estado cinco años interno en un colegio francés. Parece más la explosión rabiosa de un joven exaltado que un análisis profundo y valioso del atraso de España. El joven tiende a ser hiperbólico en sus análisis. Y Larra no podía ser una excepción. Él ve viejos y atrasados a los tertulianos del café, porque representan un mundo viejo, que le agradaría ver superado. Pero la realidad es que no tiene elementos de juicio suficientes como para decir que en el resto de Europa las cosas circulan de un modo diferente. Tiene 19 años, insisto. No mitifiquemos innecesariamente al escritor.

Detengamos ahora la vista en el artículo “El casarse pronto y mal”. El título es llamativo, pero más llamativo nos resultará recordar que fue publicado en noviembre de 1832, cuando él ya estaba casado con Pepita Watoret y había iniciado la relación adúltera con Dolores Armijo. ¿Era él quien se había casado pronto y mal? ¿Lo era Dolores? Sea como fuere, nos podemos imaginar la escasa gracia que esta publicación debió hacerle a la mujer de Larra. El articulista, como es natural, lo disfraza para que no se advierta el tono autobiográfico: nos habla de un sobrino suyo, carente de instrucción y amparado en la imitación de modos europeos, que se ha casado sin oficio ni beneficio con una chica de las mismas características. Creyeron que el amor alimenta, pero encontraron la desdicha en pocos años. A continuación, Larra introduce una sorprendente finta sociopolítica y lamenta ese intento de “subir la escalera a tramos” (sic), pudiéndolo hacer poco a poco. A España le ocurre lo mismo, nos dice. No conviene que se apresure a la hora de imitar al resto de Europa, formada por naciones que empezaron a subir esa escalera antes que nosotros. El mensaje se dirige a todo el país, y cito sus palabras: “Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien tantas ventajas le lleva; empiécese por el principio: educación, instrucción. Sobre estas grandes y sólidas bases ha de levantarse el edificio”. ¿Nos encontramos ante un texto de amargura personal? Yo creo que sí. ¿Nos encontramos ante un texto de regeneración nacional? También, sin duda. Larra es muy hábil. Sabe fundir los temas para generar reflexiones en el lector. Él, que tanto insistiría en la necesidad de adoptar el modelo europeo, matiza aquí sus palabras explicando que España no podía perder la cabeza intentando hacerlo a una velocidad ya plenamente europea: había que ir acelerando poco a poco. Y, sobre todo, había que construir sobre lo que él llama, con tino, “grandes y sólidas bases”. Es decir: educación, formación, ciencia, sanidad. Todo eso que ahora parece estar de nuevo en el punto de mira de los francotiradores. Quienes, por desgracia, disparan desde muy arriba.

¿Y quién no recuerda “El castellano viejo”, uno de los artículos más célebres de Larra? Me lo hicieron leer en mi primer año en el instituto, porque aún no existía El Barco de Vapor y había que leer a Larra, a Galdós, a Lope y a Cervantes. Y recuerdo que simplemente me pareció gracioso. Luego el profesor nos fue explicando y ya entendí más: era un retrato de cierta España brutoide, sin modales, campechana y casposa… Fígaro es sorprendido en plena calle por Braulio, quien lo llama a voces, le da una palmada fuerte en el hombro y lo invita a comer, “sin ceremonias”, dice. Es decir, con todas las groserías y zafiedades imaginables de “la brutal franqueza de los castellanos viejos”, que el articulista anota con precisión: huesos de oliva disparados por un niño, cigarros que humean junto a tu cara mientras degustas la comida, tener que probar el vino que te ofrecen en una copa que tiene marcados los labios grasientos de la persona que te la ofrece… Fígaro reconoce sentirse incomodísimo en lo que él llama “este país de exabruptos”. Es decir, en un semillero de vulgaridades que no esconden sino la pésima educación social del pueblo español. Y quien tenga la tentación de considerar que ese mundo ha sido superado y que ya no somos así, que se pase por un bar cualquiera, por un mesón o por un restaurante pequeño cuando nos permitan hacerlo: gente que habla a gritos, que se empuja para conseguir un sitio en la barra, que tira las cáscaras de gambas al suelo, que chasquea los dedos para llamar al camarero (con la finura palaciega de un cuidador de cabras) y que raramente maneja palabras estrambóticas y melindrosas, como “Por favor” o “Gracias”. Si Larra nos viese en la actualidad quizá no se creería que hayamos avanzado tan poquito en estos casi doscientos años que han transcurrido desde su muerte.

No hará falta decir qué artículo es el más famoso de Larra. Ha encabezado (o servido para titular) docenas de antologías y ustedes lo conocen igual que yo: el excelente e irritante “Vuelva usted mañana”. Desde su publicación en enero de 1833 se convirtió en un auténtico emblema, no sólo de Larra, sino incluso de su tiempo y de todo el país. Nos habla en sus páginas de Monsieur Sans-délai (que en francés significa “Sin retraso”. No cabe más ironía), un caballero que viene a España para realizar unas gestiones, que en 15 días espera ver resueltas. Fígaro le indica que no serán 15 días, sino 15 meses, más bien. Monsieur Sans-délai, obviamente, cree que exagera, pero irá comprobando cómo, moratoria tras moratoria, póliza tras póliza, firma tras firma, retraso tras retraso, pasan efectivamente los meses. Monsieur Sans-délai se asombra y se enfurece, pero Fígaro le explica que no hay intriga en este asunto, y le dice esta frase: “La pereza es la verdadera intriga”. Irónico hasta el final, el propio Larra dice que ha tenido que vencer una gran pereza para escribir este artículo… ¿Seguimos ofreciendo la misma imagen de cara al exterior? Si me lo permiten, voy a leerles un fragmento de la novela La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, que reseñé en este mismo blog hace poco. En ella, Ignacio Abel, un arquitecto español, le está explicando cosas sobre nuestro país a la norteamericana Judith Biely, y le pregunta: “¿No había llegado a alguna oficina a las nueve para resolver algún trámite y tenido que esperar hasta después de las diez, y encontrado frente a sí, más allá del arco de una ventanilla, una cara entre avinagrada e impasible, un dedo índice manchado de nicotina que se movía negando algo o que señalaba acusadoramente el espacio en un documento en el que faltaba una póliza, un sello, la rúbrica de alguien a quien habría que buscar a continuación en otra oficina más recóndita en la que ni siquiera estaba abierta la ventanilla de atención al público?”. Y después le aclara: “No tomes por exotismo lo que es sólo atraso. A los españoles nos ha tocado la desgracia de ser pintorescos”.

 

Pintorescos, o vagos, o carotas. Pero, eso sí, siempre consideramos que son LOS DEMÁS quienes actúan de esa forma. No desde luego nosotros, que somos bien cumplidores, bien puntuales y bien rigurosos. El problema aqueja a esa abstracción a la que llamamos “este país”, como si no formáramos parte de él o pudiéramos juzgarlo desde una especie de altura o distancia teológica.

Mariano José de Larra se dio cuenta de esa actitud y le dedicó otro artículo memorable, bajo el título de “En este país”. Desliza Larra la idea (sumamente interesante) de que cada vez que usamos el sintagma “en este país” lo hacemos no sólo con desdén frío, sino con la voluntad de alejar de nosotros la culpa, (y cito) “haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general”. La fórmula es ingrata e injusta, nos dice Larra. Y supone admitir esa situación como si fuera inexorable, cuando en realidad no lo es. Cambiarla está en nuestra mano. Y es importante que nos dediquemos a efectuar ese cambio cuanto antes, porque la imagen que damos al exterior depende de la suma de esfuerzos, de la suma de cambios, que entre todos seamos capaces de articular. Permítanme que les lea el párrafo final de ese artículo, porque es memorable: “Olvidemos esa funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestro país, y creámosle capaz de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de desaliento ¡Cosas de España!, contribuya cada cual a las mejoras posibles. Entonces este país dejará de ser tan mal tratado por los extranjeros, a cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos nosotros el mismo vergonzoso ejemplo”. O dicho con menos palabras: cambiemos y modernicemos el país para que no puedan decir desde fuera que nos merecemos todo lo malo que nos pase.

Y permítanme que me acerque a un artículo mucho menos frecuentado en las antologías, pero que revela importantes recovecos del pensamiento de Larra. Me estoy refiriendo a “La Nochebuena de 1836”. Fígaro nos comenta allí que la fecha del 24 de diciembre siempre se le ha antojado mala, porque le suelen ocurrir cosas desagradables en la misma. En esta ocasión, y cuando nada parece que vaya a suceder, su criado de pronto se emborracha y decide contarle cuatro verdades al escritor, aprovechando los vapores libérrimos del alcohol. Estas páginas son muy reveladoras porque nos enteramos de lo que Larra piensa sobre las mujeres y el amor. Escuchemos su voz: “Imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree… ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice no quiero, porque ése a lo menos oye la verdad!”. El desengaño está aquí más claro que nunca, si se fijan… También aprovecha la coyuntura para lanzar un nuevo dardo contra las costumbres españolas. En este caso, las gastronómicas. Oigamos lo que nos dice refiriéndose a la Navidad: “¿Hay misterio que celebrar? Pues comamos, dice el hombre; no dice “Reflexionemos”. El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades”. En efecto, ¿hay muchas festividades importantes que no se celebren en España alrededor de una buena mesa?... Pero sigamos, pues Fígaro nos deja también un proyectil contra sus congéneres, a los que parece estimar poco en su conjunto. Así, compara al género humano con la edición de un libro y nos dice, ingenioso, que hay “algunos ejemplares de regalo, finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica”… Y me permito señalar unas palabras más de este artículo, donde aflora el Mariano José de Larra menos respetuoso con sus subordinados. Su sirviente decide replicarle y entonces Fígaro suelta esta andanada: “No sé por qué misterio encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer hablar yo a mi criado?”… ¿Se dan cuenta de las ideas que Larra ha ido vertiendo en este artículo? El amor es desdeñable; las mujeres son volubles; el ser humano es mayoritariamente burdo; los criados pertenecen a un escalón inferior… Desde luego, la imagen de Larra queda bastante erosionada en este texto. Fue (conviene recordarlo) la última Nochebuena que celebró.

Un articulista y un pensador al que conviene volver de vez en cuando, porque nos ofrece con una prosa estupenda verdades que, por lo incómodas, no siempre estamos dispuestos a recordar.

1 comentario:

Juan Carlos dijo...

Los cinco artículos que comentas son todos ellos magníficos. Según iba leyendo tu selección me decía: "pues parece que no va a comentar 'La nochebuena de 1836'". Pero sí, como no podía ser de otra manera, aparece al final de tu entrada. Magnífica entrada, por cierto. Yo que durante casi 40 años he sido profesor de literatura me he reconocido en ese profesor que te hizo leer "El castellano viejo" o el famosísimo "Vuelva usted mañana". Desde luego al leer a Larra parece que estamos leyendo a cualquier buen articulista actual de periódicos. Es tal la modernidad que se desprende de sus palabras. Es magnífico este Fígaro tan enamoradizo, tan ético, tan exigente, tan romántico...
Un abrazo