Conforme avanzaba por las páginas de la novela El blog del Inquisidor, de Lorenzo
Silva, iba experimentando una imagen visual de la misma que la volvía afín a
ciertas erupciones volcánicas, pero revertidas. Y me explicaré, porque creo que
la imagen es extraña o puede malinterpretarse. Al principio, su prosa me
parecía admirable, pero el estatismo
de las acciones narradas me hacía pensar en el basalto: una roca fría, oscura y
con mucho hierro. Admirable pero impenetrable. Luego, cuando la historiadora
escocesa consigue que su lejano y misterioso narrador internético dialogue con
ella, esas rocas basálticas parecían adquirir temperatura y volver hacia atrás, hacia su origen fluido y
cálido: hablaban de hechos históricos, pero también de metáforas, psicología,
sociología; y, por fin, de la mano de Soren Kierkegaard, del amor. La roca se
tornaba líquido. Y el líquido iba adquiriendo temperatura conforme se
adentraban (sobre todo, por iniciativa de ella) en el terreno sexual. Pero
quizá lo más sorprendente y lo más intenso
de la novela ocurre entonces: cuando la lava remonta su curso de forma paulatina
y de pronto nos encontramos en el interior del volcán: allí donde no estamos
seguros de si todo es frío o hirviente; donde resulta muy complicado decidir si
el decorado que nos rodea es sólido o líquido; donde lo que importa es la profundidad.
El viaje que nos propone el escritor madrileño es introspectivo; y en él se nos habla de culpas, de miedos, de reconstrucciones, aunque también de esperanzas. De un viaje durísimo de ida y vuelta, en el que las almas de sus dos protagonistas son analizadas con prodigiosa exactitud. Quizá por eso me haya gustado tanto este libro. Denso y exigente, sí; pero también gratificante.
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