Llegando
a divertirme con algunas de sus páginas, acabo de leer El relevo, obra teatral de Gabriel Celaya (Escelicer, 1972), que
juzgo entretenida pero banal. Es el típico juego onírico, surrealista e
iconoclasta que, creyendo actuar como una bomba devastadora contra el Sistema y
la conciencia humana, sólo sirve en verdad como inoperante cosquilla en la
axila lectora. Obviamente, no me burlo ni de la persona Gabriel Celaya ni del
escritor (al que siempre he admirado), sino de la candidez infantil de la
propuesta: hacer una revolución repartiendo chucherías se me antoja una simple
pose, que solamente sirve para enriquecer a los vendedores de pósters y de
camisetas.
El autor
guipuzcoano juega aquí a la fantasía, y me parece bien; pero siempre que no
pretendiese nada más con sus páginas. Las propuestas lírico-oníricas no sirven
nunca de nada: la Historia lo demuestra continuamente.
Pero
luego, claro, nos encontramos con el humor de Celaya (“¡Qué bien hablas,
Máximo! Casi no se te entiende”), con su ironía lúcida (“El amor es una cosa
muy seria. Debemos aburrirnos como Dios manda”), con la belleza de sus
disparates (“Te quiero porque dos y dos son cinco”) y con su seriedad
psicológica (“El que a uno le crean feliz ayuda a serlo de verdad”). Y no
renunciamos a aplaudir a este gran mago incomprendido de nuestras letras.
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