Roberto acaba de cumplir 13 años y recibe de sus padres, como regalo, la noticia de que pasará el verano en Holanda para perfeccionar su inglés. Tal decisión, que no le hace ni chispa de gracia, lo hace refugiarse en su diario, donde muestra su desacuerdo y su rabia. Pero, como resulta obvio, no dispondrá de argumentos bastantes para contradecirles y tendrá que instalarse en Ámsterdam.
Allí, a través de su profesora de inglés, llamada Shanti, descubrirá los horrores del racismo, sea cual sea su forma o su color, y entrará en contacto con el mundo de la niña judía Ana Frank, que fue asesinada en el campo de exterminio de Bergen-Belsen por los nazis. Hasta tal punto empatizará con ella que terminará refiriéndose a la Segunda Guerra Mundial como “la guerra de Ana” (p.97). También descubrirá la pintura de Rembrandt e innumerables detalles sobre gastronomía holandesa, sobre el uso de las bicicletas en la ciudad, sobre el consumo de marihuana o sobre sus extensas calles y jardines.
Entretanto, en su localidad de origen, los padres de Roberto están viviendo su particular infierno: una relación cada vez más deteriorada e insatisfactoria.
Ambas pulsiones (lo que tiene ante sus ojos y lo que chirría a sus espaldas) hacen que Roberto deba enfrentarse a “esas cosas que le ocurren a la gente cuando viaja y se le desordenan las hojas de la vida” (p.130).
Un libro espléndido de una autora espléndida, que puede ponerse en manos de cualquier adolescente con la convicción de que le encantará.
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