Fascinación.
Embriaguez. Éxtasis. Son las tres palabras que me recorren el cerebro, el
corazón y la garganta cuando leo (y lo leo y releo constantemente) a Miguel
Sánchez Robles. No hay poeta que me remueva y golpee más que él. Lo he dicho
muchas veces y no me canso de pregonarlo. Ahora lo hace con La sucia piel
del mundo, obra con la que obtuvo el premio José Zorrilla y que publicó el
sello Algaida. Y desde el primer verso (“La poesía es mi iglú de la vigilia”)
comprendo que voy a asistir a otro espectáculo de lucidez, desgarramiento y
belleza triste, como tantos me ha brindado el escritor de Caravaca de la Cruz.
Así que cojo del cajón un lápiz rojo y afilo su punta, consciente de que teñiré
de ese color muchas de las páginas, cautivado por las imágenes que Miguel
llueve cada pocas líneas. Quizá Borges y Neruda sean (así se ha dicho) los
adjetivadores más brillantes y sorprendentes de nuestro idioma; pero Sánchez
Robles es el más egregio a la hora de crear imágenes: creativas, inesperadas,
luminosas, únicas. Trallazos visuales y líricos que te hacen abrir los ojos y
te dejan reflexionando, con sus gotas agrias, melancólicas. Pero que no se
engañe quien lee, porque no estamos ante un poemario desgarrado o triste o
abatido. Bueno, sí, lo estamos, pero no del todo: bajo el derrotismo aparente
de lo negativo late en su lírica un arrebato de vida, de luz disfrutada, de
amor sin límites que lo lleva a seguir escribiendo. La lucidez no conduce a la
abstención o el abandono, sino a la embriaguez, a esa voluntad vitalista de
buscar hacia la luz y hacia la vida otro milagro de la primavera. Fernando Pessoa
anotaba en su majestuoso Libro del desasosiego que no conseguía
reanudarse; Miguel sí que lo hace, erguido, viril y tenaz, ave Fénix del verso.
“Cuanto más envejezco / más adoro la vida”, se lee en el poema Suero de la
verdad. El desaliento y la esperanza, como no podían ser de otra forma,
palpitan con idéntica fuerza, extremos del péndulo de vivir.
Dice
el poeta: “Duele la luz / porque la vida suele secarte el corazón, / matar a
tus amigos uno a uno”. Dice también el poeta: “Sedientos de otra cosa / los
ciegos y los tristes / pedimos a la luz misericordia”. Dice de nuevo el poeta: “Porque
a veces el mundo / es un animal triste / que no puedes mirar sin que te duela”.
Así que, finalmente, no le queda sino dejarnos constancia de “Todos los
desgarros / que me van necrosando despacio el corazón”.
En
una sociedad estúpida y manipulada, en la que “la gente es feliz en los
supermercados” y vive drogada por “la idea suicida / de que el único fin es
divertirse”, el poeta se siente invadido por el desánimo y por la acrimonia (“Algunas
veces siento / que el mundo es un avión no tripulado / repleto de pastillas / y
pena anestesiada”). Pero eso no le impide entregarse con energía inexhausta a
la firmeza de la escritura: “Escribo para ser. / Me desangro lo mismo. / Pero
escribo porque aún creo / en la inmortalidad de las palabras escritas / y para
soñar despierto / y porque adoro vivir más, / me gusta vivir más / y ordenar lo
que ocurre mientras vivo”.
Dos detalles finales, si me permiten, antes de dejarles que busquen y lean este espléndido poemario. El primero, que detengan su mirada en esos versos que, idénticos, se repiten dos o tres veces seguidas. No constituyen ningún tipo de estribillo, como bien pronto descubrirán, sino la voz del poeta que, con la mirada perdida, repite con desfallecimiento una verdad terrible (realicen el experimento de leer cada verso en un tono de voz más bajo que el anterior y entenderán lo que digo). El segundo, que participen en un hermoso juego para iniciados: descubrir títulos de libros (o versos) de Miguel Sánchez Robles, engastados en los nuevos poemas. Puro gozo.