Hay
un cuento muy hermoso de Julio Cortázar, que se titula “No se culpe a nadie”,
en el que un hombre se está poniendo un jersey azul. Es una empresa trabajosa,
porque la prenda no se lo pone nada fácil y se resiste bellacamente a ser
doblegada. Al final, tras un buen número de forcejeos, bastantes sudores e
incontables agobios, el protagonista consigue que una de sus manos aflore de la
manga, y entonces descubre con horror que sus dedos tienen uñas afiladísimas, y
que estas se vuelven contra él. Para salvarse de la imprevista agresión, se
arroja por la ventana. ¿No es una magnífica metáfora para definir al poeta, al
ser que busca en sus tinieblas interiores aquello que los demás no nos
atrevemos a perseguir, y que lo saca a la luz tras una minería dolorosa e
implacable?
Por
eso, este libro de José Antonio Martínez Muñoz no es poesía moderna, ni
postmoderna, ni poesía de la experiencia, ni novísima, ni vanguardista. Es una
poesía muy antigua y muy vieja, porque no hay nada más viejo ni más antiguo que
la ansiedad de buscarse, de circular por los caminos dando gritos de angustia.
Diógenes, saliendo de su tonel y alumbrándose con un fanal, insistía en buscar
a un hombre y provocaba la risa de sus contemporáneos. Todos lo creían loco o
filósofo; y en realidad era ambas cosas: o sea, un poeta. Porque el hombre que
buscaba era él mismo. Y es que un poeta habla siempre (si es auténtico y hondo)
de sí, aunque nos hable de naufragios o de dioses, de cíclopes o de genistas,
de lunas o de vientos. El creador se pone en claro escribiendo, escribiéndose.
No hay mejor terapia, ni tampoco mayor desgarro, que el ejercicio insobornable
de la poesía.
Martínez
Muñoz, que es poeta de espeleologías convulsas, se planta frente a su entorno y
formula inquisiciones terribles: ¿hay un cosmos bajo el caos que nos rodea?
¿Nos mienten las brújulas? Y, como Amundsen o el capitán Scott, avanza entre
los hielos, las ventiscas polares y el cuchillo carnívoro del frío, porque se
niega a dejarse arrullar por las hogueras cálidas y engañosas de nuestro mundo,
que nos pretende anestesiados y que nos regala distracciones envueltas en seda,
para que nos creamos felices y para que nos estemos callados. Y también para
que nos conformemos con el pedacito de felicidad o de azar que nos ha tocado en
suerte.
Quien
lea este libro comprobará que el autor (ya lo anuncia desde el título) es
Odiseo negándose a las sirenas. Y Odiseo, conviene recordarlo, es un héroe que
lucha buscando un camino. Pero no un camino cualquiera, no un camino hacia la
victoria, sino un camino hacia el ayer, un camino de regreso. Odiseo vuelve a
la patria, vuelve al hogar, buscando la ardua reconstrucción de su ser. Todo su
entorno (islas, olas, navegaciones, mujeres, naufragios, combates) son peldaños
para subir o bajar hacia sí mismo, asideros ardientes a los que se agarra.
Ibn Arabi, en uno de sus escritos, afirma que hay oro en el cerebro humano. Y esta aberración fisiológica tal vez no lo sea tanto si leemos la frase en sentido existencial. Sí que hay oro dentro de nosotros, pero el trabajo que lleva a encontrarlo es durísimo. Y solamente los poetas de verdad se afanan con la suficiente energía: nadie les pide que canten, pero cantan; nadie les pide que busquen, pero sienten la necesidad de buscar; nadie les pide que se desgarren, pero se desgarran. Y ese martirio nos muestra la nota moral de sus vidas. Su voz es un código ético.
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