El
autor de Ropa de casa, en un instante de duda o de reflexión, inicia así
el capítulo 7 del volumen: “Me pregunto ahora a quién, aparte de mí y de mis
allegados, pueden interesar estas páginas, que cuentan una vida en la que no
han pasado demasiadas cosas”. Y luego, para redondear esa vacilación, añade: “Un
posible resumen del libro sería: niño en el Logroño de los años sesenta,
muchacho en la Zaragoza de los setenta, aprendiz de novelista en la Barcelona
de los ochenta. Un resumen aún más escueto diría que este es el retrato de la
formación de un escritor”. Quien con tanta modestia se expresa es Ignacio Martínez
de Pisón, uno de los narradores más sólidos y poliédricos de los últimos
cuarenta años. Y conviene añadir de inmediato que Ropa de casa, a pesar de
esa presentación humilde, es un texto que se lee con sonriente agrado. No
porque los detalles que nos va suministrando resulten cruciales, dramáticos o
espectaculares en sí mismos, sino porque nos facilitan una comprensión más
amplia de la voz y la personalidad del novelista.
Nacido
y criado en Logroño, en la época en que aún mandaba en España un fofo general “de
voz atiplada y barriga de quinielista” (cap.4); desarrollado luego en Zaragoza,
donde su prematuro amor por el surrealismo lo hizo devoto de Luis Buñuel;
oyente involuntario que escuchó a Carlos Barral y sus compañeros de borrachera
discutir a qué distancia podía mear un tigre (Barral se decantaba por los doce
metros); alumno de José-Carlos Mainer en la universidad; aceptado por Jorge
Herralde desde el inicio de su aventura literaria, Ignacio Martínez de Pisón
nos va desgranando en estas páginas deliciosas (y en ciertos instantes también
melancólicas) sus anécdotas con Álvaro Pombo, Enrique Vila-Matas o Monserrat
Roig (“La simpatía en estado puro”); su amistad (y final distanciamiento) con
Javier Marías; su afición por el billar o los palíndromos; su relación con
Javier Tomeo, escritor que leía muy poco y que dio a la imprenta bastantes
libros (“Algunos se los podría haber ahorrado”), que era más bien tacaño y poco
dado a las conversaciones intelectuales… pero que le inspiraba cariño (“Bajo
varias capas de insensibilidad y rudeza se escondía un hombre melancólico y
sencillo, un niño grande necesitado de afecto”); su vínculo con Bernardo Atxaga
(“Entre las personas que conozco, puede que sea la que tiene el carácter más
afable”); la primera vez que hizo una quiniela en su vida… y acertó trece; o su
entrañable vínculo con el malogrado Félix Romeo.
Pero
quizá lo más sustancioso del tomo (al menos, para mí) son los retratos de
índole familiar que el autor incorpora, y que nos permiten conocer, a través de
las anécdotas que tienen como protagonistas a sus padres, su esposa, sus tíos o
las viviendas donde residió, los perfiles de su alma. Ignacio Martínez de Pisón
se dibuja de la forma más íntima y expresiva: retratando su entorno, regresando
a la semilla, dibujando su nido. Y las dos páginas finales, por favor, no se
las pierdan por nada del mundo.
Para mí, uno de los más grandes del panorama literario español.
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