Francisco
Umbral, valorando los méritos literarios del “aficionado” José Gutiérrez-Solana
junto a los del “profesional” Pío Baroja, escribió del primero que “presenta
mayor solidez, trabajo, precisión e imaginación para lo minutísimamente
monstruoso […] Solana es un escritor duro y preciso, que hace con un cuchillo
carnicero finísimas disecciones anatómicas y psicológicas” (Las palabras de
la tribu, p.100). En esta novela suya encontramos confirmado ese juicio en
cada una de sus páginas.
Sería
muy discutible, en cambio, afirmar que Florencio Cornejo es una obra
primorosamente escrita, según los cánones tradicionales de la belleza
literaria. Solana, desentendiéndose de la callada música de la frase, incurre
en notorias cacofonías, que alteran el equilibrio sonoro del texto. Así, no
tiene empacho en afirmar que observa “sobre una mesa isabelina, una vitrina”, o
que tiene ante sus ojos “una caja fabricada en trabajo de paja”. Y tampoco
mostrará mayor esmero en la composición rítmica de algunos párrafos. Podríamos
constatarlo incluso en el que comienza el libro, donde domina el vuelo torpe de
la frase, carente de gracia, fluidez y brillo. Es un primer párrafo que,
compositivamente, resulta más bien palmípedo, torpón, desgualdrajado y poco
airoso. Pero es que, si nos desplazamos al terreno de las figuras literarias,
observaremos idéntica pobreza plebeya, apenas alterada por esos “enjambres de
truchas”, que iluminan la página 36 con la fulguración de su novedad.
¿Dónde
reside, pues, el atractivo de esta novela de árido cañamazo y breve
arquitectura, si tan crecido es el caudal de sus insuficiencias?
Yo
considero que la virtud profunda de la prosa de Solana y, por tanto, de esta
novela, reside en su capacidad casi mágica (muy típica del 98) para ver en los
personajes una metáfora honda, negra, fiel, atroz, mostrenca y descarnada de su
país y de su tiempo. Solana mira con ojos de pincel y escribe con pluma de
bisturí. Y por eso esta novela es una creación tan peculiar, tan ilustrativa y
tan paradigmática. El pintor Solana mira y escribe; el escritor Solana mira y
dibuja, con los negros signos del idioma, su desgarro, su fotografía anímica de
España, su acta notarial, triste y emocionada, del mundo que lo rodea.
En
un país sin cultura, misérrimo y dejado de la mano de Dios, es lógico que la
zafiedad se convierta en canon. Y Solana, consciente de este hecho sociológico,
nos lo retrata en varias escenas impactantes. Lo hace, por ejemplo, en la
página 39, en un aguafuerte vitriólico y soez, casi en la línea del esperpento
de Valle, donde nos describe a la criada Gila en un párrafo demoledor: “Cuando
se reía era inaguantable; eran unas carcajadas histéricas, interminables, hasta
que concluía por caer al suelo, meándose en las sayas o haciéndolo de pie, como
una mula”. Y lo vuelve a hacer en un retrato colectivo, tan tributario de
Valle-Inclán como de Quevedo, cuando describe la cena en una fonda del camino
con estas palabras: “Un eructo que soltó un hombre flaco que devoraba un plato
de espinacas y relamía la pata negra de un pollo, al que contestó el espolique
con un gran pedo, sirvió para establecer una mayor corriente de simpatía entre
los concurrentes, y se empezó a hablar, con voz más fuerte y conversación
animada, sobre las cosechas, la carestía de la vida y el encarecimiento de los
fletes” (p.50).
Si
tenemos en cuenta la débil línea argumental del libro (el anuncio de una agonía
y su triste resolución), comprenderemos que ese era en verdad el interés del
autor: no el de contarnos una historia, sino el de hilvanar una serie de
retratos fidelísimos (y a la vez caricaturescos) sobre ciertos personajes
representativos de “su” España negra, pobre y vestida de pana.
Umbral llamó a Solana, en otra de sus obras, “pintor de entierros” (Trilogía de Madrid). Y no sería muy extravagante suponer que Florencio Cornejo también es la pintura narrativa de un doble entierro: el de un hombre consumido por la fiebre y la enfermedad, y el de un país mortecino, gárrulo y demacrado, que se extingue enfangado en su propia ordinariez. Florencio Cornejo es, en este sentido, un cuadro más de José Gutiérrez-Solana, otro óleo compungido donde busca retratar el alma de su país. Como tal, me parece, ha de ser leído.
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