Es muy fácil resumir lo que he sentido
leyendo El castillo de Eppstein, de Alexandre Dumas: ha sido como
permanecer en silencio, sentado en un sillón con una taza de café en la mano,
mientras el conde Élim me contaba esta historia al amor de la lumbre. Así de
sencillo, así de ancestral, así de hermoso. Gracias al encanto de su narrativa,
el escritor francés logra que quien está leyendo se sienta integrado en el
grupo de oyentes que escucha al conde mientras narra (primero) y lee (después)
la historia del castillo a través de sus figuras más representativas.
Nos encontramos en la
residencia de la princesa Galitzin, en Florencia, durante el invierno de 1841.
Se han reunido allí una serie de personas ilustres, que discuten junto a la
chimenea sobre la existencia de los fenómenos paranormales; y en el seno de ese
diálogo emerge la figura del conde, quien manifiesta su firme creencia en la
existencia de fantasmas, amparándose en una historia personal, que pasa a
contarles. Esa semilla, tan cervantina, nos permite conocer al conde Everard de
Eppstein, el último vástago de su estirpe, sujeto a la triste condición de hijo
despreciado por su progenitor (Maximiliano) y protegido por el espíritu de su
madre (Albina). Poco a poco, envueltos por la magia de Dumas (que te hechiza página
a página con su forma de contar), asistiremos a venganzas terribles, insultos
dominados por la injusticia, hijos que son desheredados, amores imposibles,
anagnórisis palpitantes, pureza sometida a prueba, intrigas políticas y una
buena porción de mezquindades, diseminadas por el texto para provocar el
asombro y la ira de quien está leyendo.
Resulta
inevitable subrayar que una de las partes más intensas de la historia tiene
como protagonistas a Everard y Rosamunda, dos adolescentes de disímil posición
social, pero en los cuales late el amor con un brillo tan conmovedor como
virginal. Ella, educada en un convento, será la encargada de mostrar al joven
Everard los refinamientos de la historia, de la música, del arte… y de los
libros (“Hay libros que os harán
gozar más que un hermoso atardecer de mayo, aunque hay épocas también en que os
dejarán tan triste como una lluviosa tarde de diciembre”). La forma en que
terminan sus amores no puede ser (ya lo verán) más desgarradora.
Otro
apunte crucial: los hechos que se narran suceden en los primeros años del siglo
XIX, pero Dumas prefiere eludir buena parte de la ambientación histórica para
centrarse, astutamente, en su novela, y conseguir que la misma resulte más
intensa y absorbente (“Entre
1803 y 1808, Napoleón ya había realizado la mitad de su peculiar Iliada.
Pero el grandioso y terrible drama que se representó entre Francia y Europa nos
viene grande. Nuestro interés consiste tan sólo en narrar la historia de un
castillo y de una cabaña, situados entre Francfort y Maguncia”).
Doscientas páginas después, con la
taza de café ya frío en mis manos, parpadeo y descubro que la magia de Dumas me
ha mantenido absorto durante horas, hasta separarme de la realidad circundante.
Creo que debería leer más novelas de este autor.
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