domingo, 3 de agosto de 2025

El castillo de Eppstein

 


Es muy fácil resumir lo que he sentido leyendo El castillo de Eppstein, de Alexandre Dumas: ha sido como permanecer en silencio, sentado en un sillón con una taza de café en la mano, mientras el conde Élim me contaba esta historia al amor de la lumbre. Así de sencillo, así de ancestral, así de hermoso. Gracias al encanto de su narrativa, el escritor francés logra que quien está leyendo se sienta integrado en el grupo de oyentes que escucha al conde mientras narra (primero) y lee (después) la historia del castillo a través de sus figuras más representativas.

Nos encontramos en la residencia de la princesa Galitzin, en Florencia, durante el invierno de 1841. Se han reunido allí una serie de personas ilustres, que discuten junto a la chimenea sobre la existencia de los fenómenos paranormales; y en el seno de ese diálogo emerge la figura del conde, quien manifiesta su firme creencia en la existencia de fantasmas, amparándose en una historia personal, que pasa a contarles. Esa semilla, tan cervantina, nos permite conocer al conde Everard de Eppstein, el último vástago de su estirpe, sujeto a la triste condición de hijo despreciado por su progenitor (Maximiliano) y protegido por el espíritu de su madre (Albina). Poco a poco, envueltos por la magia de Dumas (que te hechiza página a página con su forma de contar), asistiremos a venganzas terribles, insultos dominados por la injusticia, hijos que son desheredados, amores imposibles, anagnórisis palpitantes, pureza sometida a prueba, intrigas políticas y una buena porción de mezquindades, diseminadas por el texto para provocar el asombro y la ira de quien está leyendo.

Resulta inevitable subrayar que una de las partes más intensas de la historia tiene como protagonistas a Everard y Rosamunda, dos adolescentes de disímil posición social, pero en los cuales late el amor con un brillo tan conmovedor como virginal. Ella, educada en un convento, será la encargada de mostrar al joven Everard los refinamientos de la historia, de la música, del arte… y de los libros (“Hay libros que os harán gozar más que un hermoso atardecer de mayo, aunque hay épocas también en que os dejarán tan triste como una lluviosa tarde de diciembre”). La forma en que terminan sus amores no puede ser (ya lo verán) más desgarradora.

Otro apunte crucial: los hechos que se narran suceden en los primeros años del siglo XIX, pero Dumas prefiere eludir buena parte de la ambientación histórica para centrarse, astutamente, en su novela, y conseguir que la misma resulte más intensa y absorbente (“Entre 1803 y 1808, Napoleón ya había realizado la mitad de su peculiar Iliada. Pero el grandioso y terrible drama que se representó entre Francia y Europa nos viene grande. Nuestro interés consiste tan sólo en narrar la historia de un castillo y de una cabaña, situados entre Francfort y Maguncia”).

Doscientas páginas después, con la taza de café ya frío en mis manos, parpadeo y descubro que la magia de Dumas me ha mantenido absorto durante horas, hasta separarme de la realidad circundante.

Creo que debería leer más novelas de este autor.

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