Cantaba
el maravilloso Joan Manuel Serrat que, de vez en cuando, la vida nos besa en la
boca y a colores se despliega como un atlas. También sucede con el mundo de los
libros. Algunos son como los días negros del calendario: normales. Otros están
teñidos de rojo, y te provocan una gran alegría, convirtiéndote en devoto de
ese autor o autora. Y un pequeñísimo porcentaje (los milagros no pueden ser
tumultuosos) se convierten en hitos mágicos: te emocionan, te llenan el corazón
y subrayan de lágrimas tus ojos (no por tristeza, sino por una enorme gratitud,
por una inabarcable felicidad). Me acaba de ocurrir con esta novela de Philippe
Claudel, que traduce José Antonio Soriano Marco y que publica el sello
Salamandra bajo el título de La nieta del señor Linh. ¿Experimentará la
misma embriaguez cualquier persona que se acerque a este libro? Indudablemente,
no, porque el mundo de la lectura está sujeto a infinidad de variables
subjetivas: lo que para una persona es prodigioso, para otra ingresa en el
fastidio más insufrible. Creo que está bien que así sea.
Conocemos
desde el principio al anciano señor Linh, quien tras haber sido testigo de la
muerte de su esposa, su hijo y su nuera coge en brazos a su pequeña nieta Sang
Diu y abandona para siempre su triste país destrozado por la guerra. Está
aturdido. Está confuso. Pero sabe que tiene que seguir luchando por la pequeña.
De ahí que, cuando desembarca en un país cuyo idioma no conoce y se le ubica en
un centro de refugiados, sigue esforzándose por sacarla adelante. Apenas come,
apenas le quedan fuerzas, pero “la lleva en brazos como se lleva un tesoro” (p.61).
Un día, se sienta junto a él en un banco público un hombre gordo, que fuma
muchísimo y que le habla con amabilidad, recordando sobre todo a su esposa. El
señor Linh no lo entiende. El señor Bark tampoco lo entiende a él. Pero sus
soledades se acompasan y van fraguando una deliciosa relación. Gracias a los
gestos, a las fotos que se enseñan el uno al otro, al tono pausado en que se
hablan, ambos sienten que se han convertido en amigos, hasta el punto de que el
señor Linh, pensando en la esposa de Bark, se plantea una hermosa hipótesis: “Puede
que haya muerto. Está en el país de los muertos, como la suya, y quizá, se
dice, quizá en ese lejano país su mujer y la mujer del hombre gordo se han
encontrado, como se han encontrado ellos. La idea lo emociona. Lo reconforta.
Espera que haya ocurrido así”, pp.63-64). El señor Bark, agradecido por la
forma amable en que el señor Linh escucha sus penas, le regala un pequeño
vestido para su nieta. Pero esa felicidad se torcerá cuando las autoridades
decidan recluir al señor Linh en otro sitio de la ciudad, sin que le dé tiempo
a avisar (¿y cómo hacerlo, si no conoce su idioma?) a su amigo.
Lo dejo aquí. Busquen ustedes el libro y paseen por las páginas conmovedoras y entrañables de esta historia que a mí, honestamente, me ha tocado el corazón.
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