Mucho
tiempo (quizá demasiado) sin leer a Victor Hugo, así que abro las páginas de Hernani
y vuelvo a él. La historia, romántica por demás, es sobradamente conocida: doña
Sol debe elegir entre tres galanes que requieren su cariño. El primero es don
Carlos, que ha quedado prendado de su hermosura nada más verla y que, a la hora
de rendir su corazón, desvela su auténtica identidad: es el rey Carlos I de
España, que pronto se convertirá en el emperador Carlos V. El segundo es el
anciano duque de Pastrana, de la poderosa casa de Silva (durante buena parte de
la obra, el personaje en mi opinión más digno y admirable de la obra). El
tercero es el bandolero conocido como Hernani, por el cual doña Sol muestra
clara predilección y que, al fin, también nos revela una identidad que ha
permanecido escondida buena parte de la pieza: es don Juan de Aragón, cuya
familia fue afrentada por el rey Carlos y que ahora ansía venganza contra él.
De esa situación compleja brotarán citas a escondidas, parlamentos exaltados,
disfraces, odios y amores extremos, perdones súbitos y algunas muertes más bien
tremebundas, que tiñen de emociones drásticas esta historia de amor, celos y
ambición.
Quienes
no somos excesivamente amantes del radicalismo romántico sufrimos, eso sí, con
sus arrebatos viscerales, que nos hacen torcer el gesto y nos privan de parte
del encanto de la obra. Pondré un ejemplo único: cuando doña Sol está a punto
de casarse con el duque de Pastrana, porque Hernani le ha dicho que se una a él
y olvide su amor infausto, el bandolero la mira con desdén y, tras mirar las
joyas que el duque le ha regalado como ofrenda nupcial, la tilda de mujer
voluble… para dos líneas después pedirle perdón con las más desgarradas
muestras de arrepentimiento. Ese pendulismo radical del amor romántico, tan
arrebatado para amar y tan presto a odiar, me parece (puede que esté
equivocado) que revela poca fe en la otra persona. Y crispa los nervios de
quien está leyendo, porque para apreciar estos furibundos cambios de carácter,
de la lágrima a la risa loca, del desdén al éxtasis, de la entrega
incondicional a la renuncia, hay que hacer violencia del sentido común. El
retrato que de sí mismo traza Hernani para apartar de su lado a doña Sol es (véase)
tan arrebatado como histriónico, tan ampuloso como teatral: “Quizá me crees un hombre como los demás, un ser
inteligente que va recto a conseguir el objeto de sus sueños; pues no, no lo
soy. Soy una fuerza que impulsan, soy el agente ciego y sordo de los misterios
fúnebres, soy el alma de la desgracia impregnada de tinieblas. ¿Dónde voy? No
lo sé. Sólo sé que me impulsa con soplo impetuoso un destino insensato; sólo sé
que desciendo más cada vez, sin detenerme nunca. Si algunas veces, jadeante, me
atrevo a volver la cabeza, oigo una voz que me grita: ¡Adelante!, y el abismo
es profundo, y veo su fondo rojo, o de llama o de sangre, y entretanto, a una y
a otra parte de mi vertiginosa carrera, todo se destroza, todo se muere. ¡Ay
del que me toca! ¡Huye de mí! Apártate de mi fatal camino”. Todo, en mi
opinión, demasiado infernal y patético.
Pero no seré injusto: si se coloca entre paréntesis esa porción de exaltaciones la obra de Hugo se lee con auténtico agrado, casi doscientos años después de su estreno. Es más de lo que pueden decir el 90% de las obras literarias.
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