miércoles, 6 de agosto de 2025

Hernani


 

Mucho tiempo (quizá demasiado) sin leer a Victor Hugo, así que abro las páginas de Hernani y vuelvo a él. La historia, romántica por demás, es sobradamente conocida: doña Sol debe elegir entre tres galanes que requieren su cariño. El primero es don Carlos, que ha quedado prendado de su hermosura nada más verla y que, a la hora de rendir su corazón, desvela su auténtica identidad: es el rey Carlos I de España, que pronto se convertirá en el emperador Carlos V. El segundo es el anciano duque de Pastrana, de la poderosa casa de Silva (durante buena parte de la obra, el personaje en mi opinión más digno y admirable de la obra). El tercero es el bandolero conocido como Hernani, por el cual doña Sol muestra clara predilección y que, al fin, también nos revela una identidad que ha permanecido escondida buena parte de la pieza: es don Juan de Aragón, cuya familia fue afrentada por el rey Carlos y que ahora ansía venganza contra él. De esa situación compleja brotarán citas a escondidas, parlamentos exaltados, disfraces, odios y amores extremos, perdones súbitos y algunas muertes más bien tremebundas, que tiñen de emociones drásticas esta historia de amor, celos y ambición.

Quienes no somos excesivamente amantes del radicalismo romántico sufrimos, eso sí, con sus arrebatos viscerales, que nos hacen torcer el gesto y nos privan de parte del encanto de la obra. Pondré un ejemplo único: cuando doña Sol está a punto de casarse con el duque de Pastrana, porque Hernani le ha dicho que se una a él y olvide su amor infausto, el bandolero la mira con desdén y, tras mirar las joyas que el duque le ha regalado como ofrenda nupcial, la tilda de mujer voluble… para dos líneas después pedirle perdón con las más desgarradas muestras de arrepentimiento. Ese pendulismo radical del amor romántico, tan arrebatado para amar y tan presto a odiar, me parece (puede que esté equivocado) que revela poca fe en la otra persona. Y crispa los nervios de quien está leyendo, porque para apreciar estos furibundos cambios de carácter, de la lágrima a la risa loca, del desdén al éxtasis, de la entrega incondicional a la renuncia, hay que hacer violencia del sentido común. El retrato que de sí mismo traza Hernani para apartar de su lado a doña Sol es (véase) tan arrebatado como histriónico, tan ampuloso como teatral: “Quizá me crees un hombre como los demás, un ser inteligente que va recto a conseguir el objeto de sus sueños; pues no, no lo soy. Soy una fuerza que impulsan, soy el agente ciego y sordo de los misterios fúnebres, soy el alma de la desgracia impregnada de tinieblas. ¿Dónde voy? No lo sé. Sólo sé que me impulsa con soplo impetuoso un destino insensato; sólo sé que desciendo más cada vez, sin detenerme nunca. Si algunas veces, jadeante, me atrevo a volver la cabeza, oigo una voz que me grita: ¡Adelante!, y el abismo es profundo, y veo su fondo rojo, o de llama o de sangre, y entretanto, a una y a otra parte de mi vertiginosa carrera, todo se destroza, todo se muere. ¡Ay del que me toca! ¡Huye de mí! Apártate de mi fatal camino”. Todo, en mi opinión, demasiado infernal y patético.

Pero no seré injusto: si se coloca entre paréntesis esa porción de exaltaciones la obra de Hugo se lee con auténtico agrado, casi doscientos años después de su estreno. Es más de lo que pueden decir el 90% de las obras literarias.

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