miércoles, 20 de agosto de 2025

El ocaso de la democracia

 


Recuerdo que, cuando terminé de leer el espléndido libro Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue que yo (espero que no suene a petulancia) lo hubiera titulado Todo lo que parecía sólido, porque ninguna construcción político-social es eterna o inmutable. Ahora descubro, en el libro El ocaso de la democracia, de Anne Applebaum, esa misma idea. Es verdad que en la mayor parte de los países occidentales vivimos bajo regímenes democráticos, pero esa situación (amable, aunque perfectible) puede verse subvertida en cualquier momento. “Dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia”, nos explica la autora. Y lo terrible es que, si observamos con atención, ese proceso parece haber comenzado en muchas partes del mundo, con la aparición de partidos o figuras de clara vocación totalitaria, que se sirven de las redes sociales y de la constante manipulación psicológica para crear atmósferas adecuadas a sus intereses. Anne Applebaum lo va analizando en los casos de Polonia, Hungría, Inglaterra, Estados Unidos, Italia o España.

Partiendo de las inseguridades, los miedos o las equivocaciones de los gobiernos democráticos, las termitas del autoritarismo comienzan su trabajo de forma lenta, eficaz e implacable, convenciendo a un número creciente de ciudadanos de la necesidad de dinamitar el Estado y construir otro modelo rector, basado en la Patria, la Raza, la Religión o cualquier otra mayúscula por el estilo. Esa operación se urde meticulosa y orgánicamente, a través de un conjunto de actuaciones muy bien sincronizadas (“Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado. Pero también necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje jurídico, que sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley es lo correcto. Necesitan a gente que dé voz a sus quejas, manipule el descontento, canalice la ira y el miedo e imagine un futuro distinto”); y también a través de la repetición de amenazas conspiratorias o fantasmales, que sean capaces de convencer mediante la repetición a las mentes menos analíticas o menos informadas (“El atractivo emocional de una teoría conspiranoica reside en su simplicidad. Explica fenómenos complejos, da razón del azar y los accidentes, ofrece al creyente la satisfactoria sensación de tener un acceso especial y privilegiado a la verdad”). Basta con buscar a alguien a quien atribuir todos los males de la nación (Soros, los comunistas, los musulmanes, los ateos, los fascistas, los judíos) y proyectar sobre esas personas todos los odios, todos los rencores, todas las incapacidades propias. El cóctel no puede ser más eficaz ni más peligroso.

¿Se trata de un proceso irreversible? Posible y tristemente, sí. Primero, porque el grito resulta para la mayoría de la población más convincente que el análisis; y la pirotecnia es más llamativa que los trajes grises. Y segundo porque la unidad es “lo que constituye una anomalía: la polarización es normal. También el escepticismo con respecto a la democracia liberal es normal. Y el atractivo del autoritarismo es eterno”. Una larga y aburrida negociación no dispone del mismo fulgor que un puñetazo en la mesa; una sonrisa o un apretón de manos no puede competir “espectacularmente” con el mentón elevado de Mussolini, los ladridos histéricos de Hitler o el rictus soberbio de Trump.

De todos modos, Applebaum prefiere cerrar su ensayo con un párrafo donde deja abierta la puerta a la esperanza: “Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que la historia puede volver a irrumpir en nuestra vida privada y reorganizarla. Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que ciertas visiones alternativas de nuestras naciones intentarían arrastrarnos consigo. Pero puede que, al abrirnos camino a través de la oscuridad, descubramos que juntos podemos oponerles resistencia”. Es hora de elegir.

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