Recuerdo
que, cuando terminé de leer el espléndido libro Todo lo que era sólido,
de Antonio Muñoz Molina, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue que
yo (espero que no suene a petulancia) lo hubiera titulado Todo lo que
parecía sólido, porque ninguna construcción político-social es eterna o
inmutable. Ahora descubro, en el libro El ocaso de la democracia, de
Anne Applebaum, esa misma idea. Es verdad que en la mayor parte de los países
occidentales vivimos bajo regímenes democráticos, pero esa situación (amable,
aunque perfectible) puede verse subvertida en cualquier momento. “Dadas las
condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia”,
nos explica la autora. Y lo terrible es que, si observamos con atención, ese
proceso parece haber comenzado en muchas partes del mundo, con la aparición de
partidos o figuras de clara vocación totalitaria, que se sirven de las redes
sociales y de la constante manipulación psicológica para crear atmósferas
adecuadas a sus intereses. Anne Applebaum lo va analizando en los casos de
Polonia, Hungría, Inglaterra, Estados Unidos, Italia o España.
Partiendo
de las inseguridades, los miedos o las equivocaciones de los gobiernos
democráticos, las termitas del autoritarismo comienzan su trabajo de forma
lenta, eficaz e implacable, convenciendo a un número creciente de ciudadanos de
la necesidad de dinamitar el Estado y construir otro modelo rector, basado en
la Patria, la Raza, la Religión o cualquier otra mayúscula por el estilo. Esa
operación se urde meticulosa y orgánicamente, a través de un conjunto de
actuaciones muy bien sincronizadas (“Los autoritarios necesitan a gente que
promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado. Pero también
necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje jurídico, que
sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley es lo correcto.
Necesitan a gente que dé voz a sus quejas, manipule el descontento, canalice la
ira y el miedo e imagine un futuro distinto”); y también a través de la
repetición de amenazas conspiratorias o fantasmales, que sean capaces de
convencer mediante la repetición a las mentes menos analíticas o menos informadas
(“El atractivo emocional de una teoría conspiranoica reside en su simplicidad.
Explica fenómenos complejos, da razón del azar y los accidentes, ofrece al
creyente la satisfactoria sensación de tener un acceso especial y privilegiado
a la verdad”). Basta con buscar a alguien a quien atribuir todos los males de
la nación (Soros, los comunistas, los musulmanes, los ateos, los fascistas, los
judíos) y proyectar sobre esas personas todos los odios, todos los rencores,
todas las incapacidades propias. El cóctel no puede ser más eficaz ni más
peligroso.
¿Se
trata de un proceso irreversible? Posible y tristemente, sí. Primero, porque el
grito resulta para la mayoría de la población más convincente que el análisis;
y la pirotecnia es más llamativa que los trajes grises. Y segundo porque la
unidad es “lo que constituye una anomalía: la polarización es normal. También
el escepticismo con respecto a la democracia liberal es normal. Y el atractivo
del autoritarismo es eterno”. Una larga y aburrida negociación no dispone del
mismo fulgor que un puñetazo en la mesa; una sonrisa o un apretón de manos no
puede competir “espectacularmente” con el mentón elevado de Mussolini, los
ladridos histéricos de Hitler o el rictus soberbio de Trump.
De todos modos, Applebaum prefiere cerrar su ensayo con un párrafo donde deja abierta la puerta a la esperanza: “Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que la historia puede volver a irrumpir en nuestra vida privada y reorganizarla. Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que ciertas visiones alternativas de nuestras naciones intentarían arrastrarnos consigo. Pero puede que, al abrirnos camino a través de la oscuridad, descubramos que juntos podemos oponerles resistencia”. Es hora de elegir.
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