La
historia menuda de este Viaje a Rusia, de Josep Pla, es bastante
conocida: en 1925, los miembros del Ateneo de Barcelona, en colaboración con el
periódico La Publicitat, realizaron el esfuerzo económico y logístico de
enviar al escritor catalán (que en esos momentos se encontraba en Francia)
hasta la recién creada URSS, para que durante seis semanas observara y
describiera lo que estaba viendo. El resultado es un volumen estupendo, donde
el ampurdanés quiso dar “un testimonio enormemente esquemático y sencillo de
una época precisa, centrada en 1925”, partiendo del “candor de la ignorancia” y
registrando todo lo que a su paso se fuese mostrando y apartándose, en la
medida de lo posible, de las elucubraciones y los prejuicios (“Entre una
construcción majestuosa e incierta del idealismo filosófico y una página de
hechos concretos, mi temperamento se inclina hacia los hechos”), porque tenía
muy clara cuál era la raíz profunda de su actividad: “Mi misión, al venir a
este país, no es opinar. Sería ridículo que lo hiciera y desproporcionado para
mis fuerzas. Mi misión es contar”.
Y
a fe que lo hace: nos habla de las vestimentas coloridas de sus coetáneos, de
los bailes que presencia, del precio que tiene el menú del tren, de lo que vale
medio pollo asado, de la inmensidad de las distancias que se extienden ante sus
ojos (“Para que las cuentas os salgan tenéis que poner siempre, aquí, un cero
más”). Y todo ello salpimentado con la gracia natural y pintoresca con la que
Pla suele deleitarnos e incluso hacernos sonreír: “En Moscú […] todo tiene un
color saturado, de ensalada de pimientos y tomates”.
Cuando
tiene que admirarse, se admira (“Debe de haber en Europa cinco ciudades
indiscutibles: Roma, París, Londres, Constantinopla y Moscú. Moscú se tiene que
poner en la lista sin dudar un momento, porque el Kremlin es de lo mejor que
existe”). Cuando tiene que ser humilde, lo es (“Es un país, Rusia, de una
complejidad extraordinaria, y del cual yo no sabría hablar más que tímidamente
y dejando la puerta abierta a todas las rectificaciones posibles”. Cuando tiene
que señalar defectos evidentes, los señala (“Sórmovo tiene más de ochenta mil
personas, y el pueblo da ganas de llorar”). Y cuando tiene anotar su reserva
con respecto a las “perfectas” democracias occidentales, lo hace con la misma
honestidad (“Y es que tenemos la cabeza llena de clichés, el de la democracia,
por ejemplo. Este cliché es puramente verbal. Nadie puede negar que en la lista
oficial de los países democráticos hay algunos que están gobernados por
minorías insignificantes. Sin embargo, ¿quién borrará su nombre de la lista?”).
Añadan ustedes numerosas reflexiones sobre el estado de la educación, sobre las organizaciones sindicales, sobre la burocracia… o sobre las carreras de caballos, y obtendrán un libro encantador, luminoso y ecuánime, que se lee todavía con gran provecho merced al estilo inconfundible de Josep Pla.
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