jueves, 13 de agosto de 2015

El verdadero final de la Bella Durmiente



Todos conocemos la historia de la Bella Durmiente, aquella doncella que cayó víctima del sortilegio de una malvada bruja y que se mantuvo presa del sueño durante un siglo, hasta que un príncipe azul vino a rescatarla. Pero, como en la mayor parte de los cuentos que nos narraron o leímos en la niñez, su aventura concluía de un modo convencional y abrupto: el liberador se la llevaba y, aparentemente, se unían en matrimonio.
Ana María Matute, habituada a no conformarse con las explicaciones simples, juguetona y díscola, se plantea en esta novela cómo pudo terminar realmente la aventura de sus protagonistas. Primero, los hace regresar hacia las tierras del Príncipe Azul (tan lejanas que, por el camino, la Bella Durmiente se queda embarazada y cumple buena parte de la gestación); luego, los coloca ante la madre del joven heredero, una mujer vegetariana y de gesto hosco llamada Selva, que los aloja mientras el padre, que se encuentra batallando contra su enemigo Zozobrino, retorna al reino; y finalmente se quedará con su nuera y sus dos nietos (Aurora y Día) mientras el Príncipe Azul se marcha al combate para continuar la aventura guerrera de su progenitor, que quedó inconclusa a la muerte de éste... Lo que nadie sospecha es que la reina Selva es, en realidad, una ogresa que siente inclinación por la carne humana y que, tras muchos años de abstinencia, decide resarcirse comiéndose a Aurora, Día y la Bella Durmiente, desamparados por la ausencia del Príncipe Azul.

Estamos, pues, ante una obra confeccionada con mimbres muy poco originales, tomados en su integridad de la tradición fabulística europea (la suegra perversa, los protagonistas candorosos, el castillo opresor, el príncipe alejado, el ayudante arrepentido), pero escrita con la brillantez que siempre exhibió Ana María Matute. Lectura refrescante para el verano.

martes, 11 de agosto de 2015

Poeta de la pasión



La japonesa Akiko Yosano (1878-1942) es, sin lugar a dudas, una de las escritoras que más ha luchado por la dignidad de la mujer en toda la historia de la literatura, y quizá la que más se ha empeñado en encontrar un lenguaje nuevo, ágil, sensual, sonoro, dulce, que tradujese las inquietudes femeninas y las llevase al mundo de la poesía.
La editorial Hiperión publica ahora, gracias a las traducciones de Teresa Herrero y José María Bermejo, una extensa colección de poemas de la autora, con un formato estupendo. Cada página está dividida en tres porciones. En la parte superior izquierda aparece el poema en lengua japonesa; a la derecha, su versión fonética, para que sepamos cómo se pronunciaba originalmente; y abajo, ocupando el centro de la página, se nos brinda la traducción al español. Unos preciosos y bien escogidos grabados de Takeji Fujishima completan la propuesta.
En estos deliciosos textos de Akiko Yosano se celebra la gloria del propio cuerpo, se cantan las mieles de la primavera y el verano, se elogia el color (y la simbología) de los melocotoneros, se ironiza sobre las personas que abandonan el disfrute del mundo (como los monjes) y se invita, en suma, a gozar de la vida, del éxtasis pleno de la respiración, del amor, de la sexualidad. Ésta última, lejos de ser presentada con tintes timoratos o bañados por la mojigatería, es siempre contemplada de un modo feliz y desinhibido (“Después del baño /me visto ante el espejo,/ y, al observar mi cuerpo,/ siento que aún queda algo/ de ayer: una cierta sonrisa”, p.52). Ante nuestros ojos se va desplegando la poesía de una mujer que se adelantó a su tiempo e incluso a su propia edad, porque con tan sólo veintidós años publicó su impactante libro Midaregami (“Pelo revuelto”), donde revolucionó la literatura japonesa con 399 tankas simples, rotundos, magnéticos, que han sido después fuente de inspiración para generaciones enteras de vates nipones.

En esta antología que edita Hiperión vamos comprobando que la autora fue de una precocidad asombrosa, pues desde su juventud vislumbraba el mundo con ojos de anciana (“Aquí estoy,/ con diecinueve años,/ y ya blanquean las violetas / y se ha agotado el agua... / Todo parece efímero”, p.70), y nos damos cuenta también de que supo convertir su propia vida, que no siempre fue fácil (tuvo problemas amorosos, fue criticada por amplios sectores de la crítica más conservadora de su país, padeció un incendió que calcinó diez mil páginas de un proyecto narrativo que la ocupó por espacio de varios años), en un espectáculo armonioso y dulce, que nutrió el caudal fresco de su poesía.

domingo, 9 de agosto de 2015

Oro blanco



Ocurre con el novelista Patrick Ericson un fenómeno harto curioso: consigue suspender la indiferencia de sus lectores, sea cual sea el tema que aborde, en cada uno de sus libros. Puede que no te interese en absoluto el mundo críptico de la masonería, pero te sientes atrapado por las páginas alucinantes de La escala masónica; quizá nunca te hayas detenido a reflexionar sobre el ciberterrorismo, pero El ocaso de las siete colinas te sorprenderá; es probable que las ucronías se te antojen un recurso gastado en literatura, pero Objetivo: Adolf Hitler te provocará escalofríos; y tal vez el satanismo no se encuentre entre tus motivos librescos favoritos, pero La memoria de Lucifer te helará la sangre... Patrick Ericson, con la habilidad que sólo tienen algunos —muy pocos— narradores, logra convertir un tema que nos resultaba ajeno o ininteresante en auténtica obsesión, y se hace dueño de nuestra mente y nuestra voluntad mientras dura su historia. Y aun después.
Ahora, con su recentísima novela Oro blanco, el escritor de Alhama de Murcia nos lleva hasta Somalia, lugar donde confluyen y se anudan habilidosamente varias líneas argumentales: una historia sobre pesca ilegal del atún, una historia sobre vertidos tóxicos al Índico, una venganza a punto de cumplirse, una periodista que se propone desenmascarar un negocio sucio en el que aparece implicada la mafia calabresa, niños obligados a convertirse en asesinos sin piedad, niñas a quienes se fuerza a la prostitución más escabrosa, etarras camuflados bajo una identidad inocua, pervertidos sexuales que gozan provocando la muerte de sus compañeras de cama, doctoras que trabajan en hospitales sin recursos... Todo ese ramillete de ficciones, que se van aproximando unas a otras hasta urdir una telaraña de diabólico poder envolvente, no es sino una parte de Oro blanco, porque lo capital de esta novela es que su autor no se limita a enredar o amontonar, sino que relaciona y justifica de un modo coherente, creíble.
Patrick Ericson, desde luego, nos entrega un libro de acción, en el que asistimos a bombardeos, ráfagas de disparos, cabezas cortadas por piratas somalíes, suicidios truculentos, lapidaciones (la que figura en el capítulo 3 eriza la columna vertebral), ablaciones de clítoris y hasta cremaciones a sangre fría. Pero el espléndido novelista alhameño no descuida el otro componente, que equilibra o completa lo anterior: el análisis de las respuestas humanas en esa zona terrible que es siempre el límite, la frontera, el borde del precipicio: personas que deben elegir entre matar o morir, entre sobrevivir o naufragar, entre espirar o expirar. En ese sentido, y en muchos otros, Oro blanco es una fabulación impagable y magnífica, porque nos permite observar cómo se comportan las personas (cómo nos comportaríamos, quizá, nosotros mismos) en esos lodazales de angustia donde no se tiene margen para elegir y cada segundo puede salvarnos o costarnos la vida.

Y es que Patrick Ericson lo ha vuelto a hacer: lejos de encasillarse en una temática o en un método, vuelve a arriesgarse en zonas peligrosas y sale triunfador con una novela espléndidamente construida e impolutamente redactada, en la que varios conflictos en teoría lejanos entre sí se funden ante nuestros ojos en un escenario (el Cuerno de África) muy poco habitual en la novelística española. No sé qué esperan las mejores editoriales para publicar su Anochece en Irak.

viernes, 7 de agosto de 2015

La coartada del diablo



Conozco a pocos escritores tan sostenidamente perfectos como Manuel Moyano. Escritores que, manejen el género que manejen y se muevan en la distancia en que se muevan (novela, ensayo, cuento), no abandonan jamás un alto patrón de exquisitez, y a él se atienen con magníficos resultados. Nos dejó con la boca abierta cuando publicó El amigo de Kafka (por el que se le otorgó el Tigre Juan, uno de los más prestigiosos de España); nos maravilló con los relatos contenidos en El oro celeste; nos descubrió sus dotes de ensayista y observador en volúmenes como Galería de apátridas o el recientemente renovado Dietario mágico... Y lo hizo con La coartada del diablo (Menoscuarto), una obra sin duda espléndida que recibió el premio Tristana, en cuyo jurado se encontraban intelectuales de la talla de Fernando Savater o Juan Pedro Aparicio.
Esta obra nos propone que visitemos el pueblo de Manfraque, “un lugar idóneo para experimentar las propiedades terapéuticas del aburrimiento” (p.41) en el que el protagonista decide enclaustrarse para olvidar la muerte de su esposa; pero donde comenzará a encontrar a una serie de personas bastante peculiares (el cronista Orellana, un megalómano desquiciado; el doctor Paniagua, que sueña con obtener el premio Nobel; un sacerdote torturado por graves dudas teológicas) y donde encontrará también a los bubos, unos seres deformes (tal vez fruto de mutaciones genéticas) que viven en las afueras de la localidad. Pronto, los sucesos comenzarán a complicarse: los bubos se tornan violentos y se acercan cada vez más a la población; aparece muerta y violada una niña; se encuentran algunas inscripciones macabras en el pueblo; se profana el cementerio; alguien destruye los archivos del cronista local... ¿Son los bubos los culpables de esta situación? El lector, siguiendo al narrador, tendrá que irlo descubriendo. Y no lo hará hasta las últimas páginas de la obra, porque Manuel Moyano la construye con tan notable perfección que es casi imposible deducir antes su sorprendente final.

Pero que nadie sospeche que le he destripado el meollo del libro, o que su valor se circunscribe a la intriga y el pánico que sus hojas provocan. Nada más lejos de la realidad. Sólo quienes no hayan leído antes a Manuel Moyano podrán admitir esa hipótesis absurda. Lo más significativo de esta obra anida precisamente en el hecho de que, siendo una novela de corte fantástico, no se resigna a una forma literaria ramplona, sino que cuida la música de la frase, hace consistentes desde el punto de vista psicológico a los personajes, sopesa como un tallador de diamantes los adjetivos y, en fin, moldea con espíritu de orfebre la arquitectura global del relato. Memorable.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Pan duro



Señores y señoras, pasen y vean. Acérquense hasta las calles de Zarraluki y dejen que su peculiar atmósfera y su condición de pueblo aislado lo anonaden y llenen de estupor. Observen cómo Puravida y su padre llegan en su destartalada furgoneta, cargados con toda suerte de estrafalarios artículos comerciales: unos espejos con peluca incorporada (para limitar la tristeza de los calvos), unas sandalias con capota (para aminorar la humedad en los días de lluvia), unas herraduras con plataforma (para que los ponis se consideren más altos) o unos matamoscas con agujero (“para dar una oportunidad al insecto”). Juzguen su estupor cuando descubran entre los habitantes de la localidad a una maestra que dibuja frases en el aire, utilizando el humo de su cigarro; a un panadero que no trabaja cuando sufre mal de amores; a un peluquero (Albertucho) que pasea un ataúd por las calles de la localidad; a un fantasma tímido y de edad avanzada (103 años); a los clientes y camareros de un bar llamado Doble o Nada, en el que todos guardan una extrema similitud con personajes famosos (Kurt Cobain, Tarzán, Johnny Depp)... Contemplen con asombro el caminar tranquilo de la vaca Morfina, traída por el alcalde desde Tombuctú y que siempre permanece rodeada por una legión de moscas enigmáticas. Asistan como espectadores al Campeonato Internacional de Lanzamiento de Huesos de Aceituna o viajen hasta el inquietante Faro del Fin del Mundo, del que nadie ha regresado jamás.

Patxi Irurzun (Pamplona, 1969) acaba de editar en el sello navarro Pamiela esta asombrosa narración llena de magia, situaciones cómicas, recodos filosóficos y surrealismo, que se niega a abandonar las manos del lector una vez que ha sido abierta. Lectura refrescante de verano, que no deberían perderse.

lunes, 3 de agosto de 2015

Domingos buscando el mar



Después de haber leído con agrado y con admiración la novela Hospital Cínico, de Diego Prado, tenía ganas de conocer otras producciones suyas. Por eso me he concentrado unos días en Domingos buscando el mar, un volumen de cuentos que le publicó La bolsa de pipas y que contiene piezas, a mi entender, de enorme valor y de gran plasticidad literaria.
El que da título al volumen me recordó, inevitablemente, la autopista del sur de Cortázar, pero a partir de ese punto todo adquiere un aroma de gran autonomía: “Un personaje pessoano” nos muestra la historia de un maestro de primaria que, habiendo conocido a Fernando Pessoa en una pensión, nos desgrana los pormenores de su relación hasta llegar a un final inesperado y hermoso; “Un soñador lírico” nos pone ante los ojos a un hombre que, mientras está dormido, compone unos versos impresionantes que lo convierten en “el mejor poeta vivo de los tiempos modernos” (p.55); “El eterno llenador” es un cuento melancólico sobre las vidas que se erosionan hacia el vacío o hacia el vértigo; “Azul hastío” nos habla del paso inexorable de los años, que mancillan las tradiciones y agreden a quienes se aferran a su dignidad inmóvil; “El premio” es un relato lleno de ironía sobre el modo en que el Destino puede zarandearnos y, a veces, conducirnos hacia la gloria; “Diciembre sin nombre” nos reserva para la página última su envés de amargura...
Me ha gustado el libro de arriba abajo. Y lo ha hecho no sólo por los argumentos (que son siempre magníficos e inesperados), sino por el fulgor de los adjetivos y metáforas que Diego Prado va colocando aquí y allá, como diamantes dispuestos para los degustadores más puntillosos. Los argumentos cautivarán a todos los lectores; los detalles literarios, a los gourmets.

En conjunto, Domingos buscando el mar es un libro convincente, maduro y de enorme esplendor, que se lee con indesmayable entusiasmo.

sábado, 1 de agosto de 2015

El tiempo amarillo



Tal vez no exista ningún actor en la historia de España que haya sido catalogado con tanta rotundidad de “intelectual” como Fernando Fernán Gómez (Lima, 1921 – Madrid, 2007). Actor de teatro, de cine y de televisión; guionista; dramaturgo de éxito (obtuvo el premio Lope de Vega en 1977); conferenciante; lector voraz (durante su juventud, su íntimo amigo Manuel Alexandre, también estupendo actor, lo introdujo en la obra de Friedrich Nietzsche)... Fueron sin duda muchas las facetas creativas en las que se ejercitó, y en todas lo hizo con admirable brillantez. En estas memorias (que tuvieron hace años una primera versión más reducida, y que ahora amplía la editorial Capitán Swing), Fernán Gómez nos va contando innumerables detalles de su vida personal, laboral y hasta sentimental (aunque en este último apartado admite que el pudor le ha impedido explayarse): que a los tres años ya manifestó su deseo de ser “galán joven” en el teatro; que el bachillerato fue la etapa de su vida que recuerda con más desagrado (p.43); que se libró del servicio militar amparándose en su pasaporte argentino; que la persona que más hizo por él en sus comienzos fue el humorista Enrique Jardiel Poncela (p.246); que fue patrocinador económico, en sus comienzos, del premio Café Gijón de novela; que Analía Gadé le prestó el dinero necesario para pagar la clínica donde agonizó y murió su madre (p.479); que el único contacto que tuvo con su padre (que jamás lo reconoció) fue cuando lo hizo llamar para entregarle, por medio de un intermediario, un corte de tela blanca para que se hiciera una chaqueta; que María Luisa Ponte fue una de las actrices con las que más empatizó durante su trayectoria escénica (el retrato funeral que le dedica entre las páginas 516 y 518 es sencillamente estremecedor); o que Emma Cohen fue la compañera de su vida (en la página 405 del tomo le dedica uno de los retratos más serenos, dulces y rendidos que se le puede dedicar a una pareja). No obstante, si tuviera que quedarme con una sola secuencia del volumen tendría que hablar de la página 572, donde firma una de las mejores defensas que se han hecho sobre la necesidad de apoyo institucional al cine español. Explica Fernando Fernán Gómez, entre la seriedad y la ternura, que hay que protegerlo “no porque es español, sino porque es débil, pequeño, feo; a ver si con cuidados, con mimos, con buenos tratos, disimulando sus defectos, exagerando sus escasas virtudes, aumentando la ración de alimentos, se consigue que crezca, que se haga un hombre, que se haga un cine, un hombre o un cine fuerte, culto, independiente, divertido y poético, que sepa contar chistes y cantar canciones sin tener que copiar unos y otras a los vaqueros y a los gánsteres”.

Pero si reducir cualquier libro a siete u ocho menciones, a siete u ocho anécdotas, a siete u ocho nombres propios es, aunque necesario para elaborar la reseña, engañoso, en este caso es además profundamente injusto. Todo el volumen burbujea de interés y está repleto de páginas memorables, porque a la exquisita elegancia formal hay que unirle un retrato maravilloso de la profesión de actor, de sus inestabilidades, de sus zozobras, de sus grandezas y miserias, de sus mil matices cambiantes. Dice Luis Alegre en el prólogo de estas memorias que Fernando Fernán Gómez “era un gigante de la cultura que había vivido en un país culturalmente enano” (p.19). Quizá tenga razón. Una lectura, a mi juicio, imprescindible para entender lo que ha ocurrido en el teatro y el cine de este país en los últimos cincuenta años.