martes, 11 de agosto de 2015

Poeta de la pasión



La japonesa Akiko Yosano (1878-1942) es, sin lugar a dudas, una de las escritoras que más ha luchado por la dignidad de la mujer en toda la historia de la literatura, y quizá la que más se ha empeñado en encontrar un lenguaje nuevo, ágil, sensual, sonoro, dulce, que tradujese las inquietudes femeninas y las llevase al mundo de la poesía.
La editorial Hiperión publica ahora, gracias a las traducciones de Teresa Herrero y José María Bermejo, una extensa colección de poemas de la autora, con un formato estupendo. Cada página está dividida en tres porciones. En la parte superior izquierda aparece el poema en lengua japonesa; a la derecha, su versión fonética, para que sepamos cómo se pronunciaba originalmente; y abajo, ocupando el centro de la página, se nos brinda la traducción al español. Unos preciosos y bien escogidos grabados de Takeji Fujishima completan la propuesta.
En estos deliciosos textos de Akiko Yosano se celebra la gloria del propio cuerpo, se cantan las mieles de la primavera y el verano, se elogia el color (y la simbología) de los melocotoneros, se ironiza sobre las personas que abandonan el disfrute del mundo (como los monjes) y se invita, en suma, a gozar de la vida, del éxtasis pleno de la respiración, del amor, de la sexualidad. Ésta última, lejos de ser presentada con tintes timoratos o bañados por la mojigatería, es siempre contemplada de un modo feliz y desinhibido (“Después del baño /me visto ante el espejo,/ y, al observar mi cuerpo,/ siento que aún queda algo/ de ayer: una cierta sonrisa”, p.52). Ante nuestros ojos se va desplegando la poesía de una mujer que se adelantó a su tiempo e incluso a su propia edad, porque con tan sólo veintidós años publicó su impactante libro Midaregami (“Pelo revuelto”), donde revolucionó la literatura japonesa con 399 tankas simples, rotundos, magnéticos, que han sido después fuente de inspiración para generaciones enteras de vates nipones.

En esta antología que edita Hiperión vamos comprobando que la autora fue de una precocidad asombrosa, pues desde su juventud vislumbraba el mundo con ojos de anciana (“Aquí estoy,/ con diecinueve años,/ y ya blanquean las violetas / y se ha agotado el agua... / Todo parece efímero”, p.70), y nos damos cuenta también de que supo convertir su propia vida, que no siempre fue fácil (tuvo problemas amorosos, fue criticada por amplios sectores de la crítica más conservadora de su país, padeció un incendió que calcinó diez mil páginas de un proyecto narrativo que la ocupó por espacio de varios años), en un espectáculo armonioso y dulce, que nutrió el caudal fresco de su poesía.

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