La japonesa Akiko Yosano (1878-1942) es, sin lugar
a dudas, una de las escritoras que más ha luchado por la dignidad de la mujer
en toda la historia de la literatura, y quizá la que más se ha empeñado en
encontrar un lenguaje nuevo, ágil, sensual, sonoro, dulce, que tradujese las
inquietudes femeninas y las llevase al mundo de la poesía.
La editorial Hiperión publica ahora, gracias a las
traducciones de Teresa Herrero y José María Bermejo, una extensa colección de
poemas de la autora, con un formato estupendo. Cada página está dividida en
tres porciones. En la parte superior izquierda aparece el poema en lengua
japonesa; a la derecha, su versión fonética, para que sepamos cómo se
pronunciaba originalmente; y abajo, ocupando el centro de la página, se nos brinda
la traducción al español. Unos preciosos y bien escogidos grabados de Takeji
Fujishima completan la propuesta.
En estos deliciosos textos de Akiko Yosano se
celebra la gloria del propio cuerpo, se cantan las mieles de la primavera y el
verano, se elogia el color (y la simbología) de los melocotoneros, se ironiza
sobre las personas que abandonan el disfrute del mundo (como los monjes) y se
invita, en suma, a gozar de la vida, del éxtasis pleno de la respiración, del
amor, de la sexualidad. Ésta última, lejos de ser presentada con tintes
timoratos o bañados por la mojigatería, es siempre contemplada de un modo feliz
y desinhibido (“Después del baño /me visto ante el espejo,/ y, al observar mi
cuerpo,/ siento que aún queda algo/ de ayer: una cierta sonrisa”, p.52). Ante
nuestros ojos se va desplegando la poesía de una mujer que se adelantó a su
tiempo e incluso a su propia edad, porque con tan sólo veintidós años publicó
su impactante libro Midaregami (“Pelo
revuelto”), donde revolucionó la literatura japonesa con 399 tankas simples,
rotundos, magnéticos, que han sido después fuente de inspiración para
generaciones enteras de vates nipones.
En esta antología que edita Hiperión vamos
comprobando que la autora fue de una precocidad asombrosa, pues desde su juventud
vislumbraba el mundo con ojos de anciana (“Aquí estoy,/ con diecinueve años,/ y
ya blanquean las violetas / y se ha agotado el agua... / Todo parece efímero”,
p.70), y nos damos cuenta también de que supo convertir su propia vida, que no
siempre fue fácil (tuvo problemas amorosos, fue criticada por amplios sectores
de la crítica más conservadora de su país, padeció un incendió que calcinó diez
mil páginas de un proyecto narrativo que la ocupó por espacio de varios años),
en un espectáculo armonioso y dulce, que nutrió el caudal fresco de su poesía.
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