Es
un anciano cuya identidad nominal se nos oculta entre brumas desde el principio
(“Siendo muy joven me apodaron Severo por la aspereza de mi carácter; aunque en
realidad mi madre me bautizó con otro nombre, un nombre que ya no recuerdo”,
p.21). Vive en el cortijo El Agua Vieja, situado en una aldea de La Mancha “de
la que se fueron hasta los perros”; y, desde sus primeros años, sufrió el
influjo de un padre devastador, violento y alcohólico, que lo moldeó a su
antojo (“Mi padre me talló con gubias y formones de orfebre cruel y despiadado
y a fuerza de palos me convirtió en bestia, y me arrancó del pecho la
compasión. La miseria se hereda”, p.15). Así arranca esta turbulenta narración
con la que Luisa Máñez debuta en el mundo de la novela en el brillante sello
Talentura.
Y
les aseguro que es una historia que se clava mientras lees, de tan potente y
perturbadora. Qué escritura más especial, de textura terrosa y lírica, en la
que burbujean prodigios y respiraciones telúricas, que generan una atmósfera de
alucinación poética, casi apocalíptica. Y esa atmósfera, de forma precisa, provoca
el asombro y acelera la respiración. Que nadie espere encontrar aquí una novela
complaciente o siquiera convencional. En modo alguno. Lo que encontrarán será
un rugido de anomalías, un estrépito de imágenes que ponen los ojos del revés.
¿Piensan que exagero? De acuerdo: abran el libro por la página 26 y lean: “Un
día madre comenzó a llorar cera porque sus lagrimales se habían secado, y un
enjambre de abejas entró por la ventana y libó en sus ojos, después en sus
labios. La lengua de madre zumbaba como las alas de las abejas, y del suelo
brotaron cordilleras con sus lágrimas coaguladas”. O abran el libro por la
página 44 y lean: “En Alaska un oso polar miró al cielo y abrió la boca y en
sus fauces se originó un huracán. María sacó la lengua y el pequeño vendaval
aterrizó suavemente sobre ella”. O abran el libro por la página 93 y lean:
“Entré en la habitación. Me acerqué a él. El corazón bombeaba angustia. Lo vi:
su cuello roto caía dulcemente derrotado. Las palmas de las manos abiertas; en
ellas dibujados con carboncillo dos crucifijos. En la mesilla de noche estaba
mi mechón de pelo atado con hilo rojo a una rama de romero”. ¿Comprenden ahora
lo que les digo acerca de la potencia imaginativa y telúrica de esta novela?
Poesía y prosa se dan la mano en esta propuesta intensa y diferente, no apta para lectores perezosos. Remánguense y afronten su lectura con valentía.

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