Treinta
prisioneros franceses se hacinan en una celda, como rehenes de los nazis. Y un
anochecer se les comunica una terrible noticia: tres serán fusilados al alba.
Ellos mismos deben elegir quiénes formarán ese trío. El azar determina que uno
de los desafortunados sea Jean-Louis Chavel, un rico abogado cuya cobardía lo
lleva a pronunciar una frase tentadora y terrible: está dispuesto a donar todos
sus bienes (dinero, propiedades) a quien acepte morir en su lugar. El joven al
que llaman Janvier (y que realmente se llama Michel) acepta, para que su
hermana y su madre abandonen la pobreza. Y el trueque se rubrica mediante la
redacción de un contrato rudimentario y la firma de un testamento.
Así
arranca la propuesta novelística que Graham Greene nos coloca ante los ojos con
el título de El décimo hombre, que leo en la traducción de Jaime
Zulaika. Ese inicio cenagoso y perturbador adoptará otros ropajes cuando Chavel
(que ahora ha conmutado su apellido por el de Charlot) retorne a sus posesiones
de St. Jean de Brinac. ¿Lo mueve el afán de recuperación? No exactamente. Más
bien se trata de una maniobra lánguida, que le permita observar de cerca su
antiguo hogar, que ha permanecido más de dos siglos en manos de su familia y
que ahora pertenece a las Mangeot (la madre y la hermana de Michel). Thérèse,
que todavía es muy joven y que odia profundamente a Chavel por el trato indigno
que sugirió a su hermano, ofrece a Charlot un puesto como sirviente en la casa.
Y él lo acepta, quizá porque necesita sentirse de nuevo protegido entre sus
paredes de infancia; quizá porque aspira a hacerse perdonar; quizá porque
servir como criado en la casa que fue suya pueda ser considerado una forma de
expiación.
Durante
unas semanas, todo se mantiene en ese delicado equilibrio, hasta que unos
nudillos golpean la puerta en medio de la noche y el intruso que reclama su
apertura diga llamarse Jean-Louis Chavel.
Gran reflexión sobre las decisiones equivocadas, sobre la culpa, sobre el rencor y sobre la ceguera voluntaria, que Greene nos sirve en forma novelística, rematada con una secuencia prodigiosa: cuando el protagonista, moribundo, está firmando su último papel, escribe “Jean-Louis Ch…” y ahí se detiene. Quizá porque ya ni siquiera sabe cuál es su nombre real. Quizá porque ya ni siquiera sabe quién es.

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