Fue
como un imán. Vi este libro en la estantería de la biblioteca, leí el título de
la obra y me dije: “Sí”. Añadamos que el apellido Pàmies también ayudó: he
buceado con gran placer en varios libros de su hijo y sentí curiosidad por
comprobar si la madre me resultaba igual de convincente. Los niños de la
guerra. Imposible evitar un escalofrío. Las criaturas que, durante el atroz
período comprendido entre 1936 y 1939, fueron víctimas del horror, de la
manipulación, del traslado, de la barbarie. Leo en la contundente y conmovedora
primera página: “Aquellos niños no pudieron ser neutrales. No les dejaron ser neutrales”.
Es verdad. Nadie les consultó si querían participar en aquella ceremonia de
crímenes, bombardeos, hambrunas, fríos legendarios, exilios forzosos, madres
escuálidas, padres movilizados, paredones, gritos nocturnos y fosas comunes.
“¿Qué huella pueden dejar en la mente de un niño escenas tan apocalípticas?
¡Cuántos desequilibrios psíquicos ocasionó la guerra en miles de criaturas!”,
anota con temblor Teresa Pàmies en la página 40.
Utilizando
revistas de la época, documentos de centros escolares, testimonios de los
supervivientes y folletos editados en los dos bandos, la investigadora dibuja
un panorama devastador, melancólico y triste, en el que seguían difundiéndose
mensajes publicitarios (se habla con amargura en la página 101 del biberón
Rillo “que, al parecer, era mágico. El único inconveniente que tenía el
fabuloso frasco era que había que llenarlo de leche”); en el que los niños
jugaban a fusilar a sus compañeros (“Aquello no era jugar. Aquellos no eran
niños, sino fieras”, p.90); en que participaban “en la nada infantil tarea de
sacar muertos de entre los escombros” (p.93); y en el que los niños,
dependiendo de la publicación, eran empujados a considerarse unos defensores de
los valores patrios o unos aguerridos luchadores antifascistas, con unos
mecanismos manipuladores tan toscos y tan viles que solamente les puedo sugerir
que, si se animan a leer la obra, se preparen un buen antiácido y un pañuelo.
Los van a necesitar.
Como
curiosidad próxima, descubro que en Murcia existía un campamento infantil
bautizado con el nombre del general húngaro Lukasc, muerto en el frente de
Aragón (se indica en la página 79).
Resumen terrible (y maravillosamente escrito) de una época infame, Los niños de la guerra se sigue leyendo con escalofrío y con infinita amargura. Porque fueron miles y miles los “locos bajitos”, como diría Serrat, que sufrieron el aguijonazo de unos alfileres de vudú que les clavaron los “sensatos adultos”. Que no se repita.

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