Otto
siempre ha sido un chico peculiar. Nació cuando sus padres, tras veinte años de
intentos baldíos, ya no lo esperaban; y tuvo la mala fortuna de que su madre
muriese en el parto. Durante su infancia fue torpe para los estudios y
descubrió su vocación profesional en el momento más insospechado: viendo cómo
un matarife mataba un buey utilizando un hacha. Perplejo pero resignado, su
padre lo acompaña hasta Berlín, para buscarle colocación.
Acceden
así a un mundo sórdido, de sangre, brutalidad y olores agrios, por el que
pululan gentes pobres y embrutecidas. Otto, lejos de sentir repulsión, nota que
lo que está viendo es lo suyo. Dos años después, muerto su padre, hereda y
compra una carnicería, pero le llega la orden de que debe incorporarse al
ejército y se le traslada al frente serbio, donde continúa haciendo lo mismo
que en la vida civil, pero con una variante: ahora mata personas con la misma
frialdad con la que mata reses. Y, con la lógica implacable de la guerra, se le
condecora como héroe de la nación.
Permítanme
que no les cuente nada más del argumento, aunque les advierto que la parte más
inquietante, la más honda y cenagosa del relato comienza justo ahí, gracias al
enorme poder fabulador y psicológico de Sándor Márai, quien nos va envolviendo,
página a página, en las turbulencias anímicas de su protagonista.
Se lee en una tarde y se graba en la memoria para toda la vida.

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