Ya
sé que va a sonar a estupidez, pero me siento en deuda con Mario Vargas Llosa.
A él, que nunca llegó a conocerme y que, de haberlo hecho, ni siquiera me
recordaría, quizá la frase le provocaría una sonrisa. Pero puedo asegurar que no
es petulancia, ni pose, ni aserto paradójico para llamar la atención: es
puramente que me siento en deuda con él. ¿Por qué? Resulta fácil de aclarar:
porque durante años (muchos años, demasiados años) he ido aplazando su lectura,
diciéndome que alguna vez la emprendería, y no animándome nunca con demasiado
vigor a cumplirla. Ahora bien, si se me preguntase por qué he actuado así, juro
que no sabría contestar. No le “tengo manía” al peruano; no he quedado
decepcionado con su lectura; no lo creo inferior a García Márquez o Cortázar.
Es solamente que, por lo que sea, estoy a punto de cumplir sesenta años y
apenas hay dos reseñas suyas en mi blog. Me comprometo a enmendar ese yerro
durante 2026.
Para
activar ese protocolo dedico un par de días a leer ¿Quién mató a Palomino
Molero? Y salgo con un estupendo sabor de boca. Quizá no se trate de su
obra maestra (es evidente), pero qué bien hecha está, qué sinuosidad de
diálogos más bien llevados, qué construcción novelesca más sólida y
convincente, qué espléndida combinación de tragedia y humor, de sencillez y de
profundidad. Recordemos su arranque: Lituma, un guardia que está destinado en
el puesto de Talara, es avisado por un pastor sobre el descubrimiento de un
cadáver. Pero no se trata de un crimen sin más: alguien se ha ensañado
brutalmente con el pobre chico, no solamente ahorcándolo, sino también
quemándolo con cigarrillos, ensartándole un palo por el recto y tratando de
seccionar sus genitales. La escena es tan agria que resulta imposible asistir a
la misma sin sentir el vómito acercándose a los labios. ¿Quién se ha mostrado
tan sañudo con el pobre Palomino Molero, un chico de la zona que, además de
cantar boleros y ser querido por todo el mundo, estaba destinado en la base
aérea? Ese será el interrogante al que Lituma y su superior, el teniente Silva,
deberán encontrar respuesta durante las próximas semanas.
Para esclarecer los hechos, tendrán que interrogar a algunas personas de la citada base militar (el coronel Mindreau y su hija Alicia, el teniente Dufó) y enfrentarse a las habladurías de todo el pueblo, que oscilan entre la indignación y los rumores. Qué asombroso el personaje del teniente Silva (perspicaz y meticuloso en las investigaciones, pero ridículo en su cortejo sexual desaforado alrededor de doña Adriana); qué densos los perfiles psicológicos de los Mindreau (cada lector tendrá que decidir a cuál de los dos, padre o hija, cree); y, sobre todo, qué sensación de relato, clásico, solvente y cautivador. Como mandan los cánones. Como a mí me gusta. Me quito el cráneo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario